viernes, 30 de abril de 2010

Freud o el esquema psicoanalítico


(…) así se abrirán los caminos que conducen al reino de la psicosis, ya sea la individual o la de masas, y se sustraerían valiosas energías de aquellas aspiraciones que se vuelcan a la realidad efectiva para satisfacer en ella, en la medida de lo posible, deseos y necesidades.

-Freud, Sigmund, 35ª conferencia en torno a una cosmovisión (p. 147).

Freud y el Esquema del psicoanálisis (1938-1941)

Julio de 1936. El Doctor Sigmund Freud redacta a gran velocidad, una obra epítome, capaz de sintetizar en cerca de un ciento de páginas, los principios generales de su teoría psicoanalítica. Después de notables ensayos sobre el subconsciente humano y exploraciones sobre el comportamiento social, Freud pretende recoger todo su pensamiento en un organigrama puntual de sus postulados. Decide realizar entonces, un “esquema” o “esbozo” del psicoanálisis (abriss der psychoanalyse). Una especie de “manual para psicoanalistas”, que será complementado por futuros precursores del estudio del perfil psicológico, como Lacan o Erich Fromm.

Es a partir de estas anotaciones, que en 1938 emanará la publicación de Esquema del psicoanálisis, obra póstuma freudiana que se divide en tres partes. La primera, explora el fenómeno psíquico, la mente humana y los niveles de percepción de la misma. La segunda, en cambio, utiliza la teoría y conceptos esbozados por la primera, para explicar estos mismos postulados, pero por medio de aplicaciones prácticas, como la interpretación de los sueños, la neurosis o la psicosis. La tercera parte no fue redactada por Freud exactamente, ya que él falleció antes de que el libro fuese publicado como tal. Más bien, la tercera parte podría atribuirse a los revisores de Freud, que dotaron al volumen de una pequeña conclusión, en base a una serie de puntos rescatados tras la revisión de las notas del autor. Esta tercera parte lleva como título, Los beneficios teóricos del psicoanálisis, y explora, el retrato del mundo exterior, el mundo psíquico y la estampa del mundo interior.

En la edición original de Esquema del psicoanálisis (Londres 1941, Imago Publishers), existe una nota introductoria que menciona:

(e)n contraste al resto del manuscrito, las anotaciones que comprenden la parte tercera, son sumarias y están repletas de anotaciones. Poseen numerosas palabras reducidas a abreviaturas. Los alumnos de Freud agruparon los conceptos en una redacción y los editores ingleses complementaron las sentencias fragmentarias.[1]

Cabe destacar que el Esquema, al ser publicado, revisado y distribuido en Londres (donde fallece Freud, en 1939) y no en Alemania (donde nace, en Freiberg, en 1856), se convirtió en una de las obras más “rentables” o “comerciales” del padre del psicoanálisis. No es en sí, lo más explicativo que puede leerse sobre el psicoanálisis o la mejor de las fuentes en la materia, sin embargo, hace la función de un “Freud para principiantes”, de una especie de primer acercamiento al psicoanálisis freudiano, sobre todo, para los estudiantes universitarios, los inexpertos en el tema, o para aquellos que desean acercarse a Freud por mera curiosidad. Por otra parte, este pequeño libro es el que propulsa a Freud a la “fama internacional”. Lástima que el psicoanalista no le tocara estar vivo, para cuando llegara su reconocimiento. Ironías que resultan de la genialidad, después de todo.

En vida, Freud no fue precisamente un laureado académico, sino por el contrario, un revolucionario. En los años veinte, cuando la sociedad europea, se encontraba en plena “reconstrucción” tras la Primera Guerra Mundial, se presumía nacionalista y de altos estándares morales, y estaba ensombrecida por la depresión humana y económica de la posguerra, Freud vino a pronunciar la palabra “sexo”, lo más fuerte que pudo. Para el contexto alemán, Freud era un loco; un atentado contra la moral, un desertor de los valores nacionales y un crítico del discurso de la modernidad y del progreso. Una verdadera amenaza. Incluso metodológicamente, o en el rubro estrictamente epistemológico, Freud era un rebelde. Utilizaba métodos alternativos como la conversación, en lugar de las pruebas psiquiátricas comunes, basadas en terapias eléctricas y medicamentos. Promulgó la fenomenología y métodos “acientíficos”, en una sociedad académica cuya base estaba en la ciencia funcional y progresiva (positivista). Creía más en la hipnosis que en los métodos conductistas que pretendían “entrenar” a los individuos patógenos, para dejar a un lado comportamientos “inadecuados”. Se presumía judío en un ambiente ateo y existencialista, por lo que fue mal visto, y por lo alternativo de sus teorías, tampoco los judíos le recibieron. Inquieto y sumamente curioso, no era precisamente el alemán más convencional. Lo miraban como un “anormal”, como un ser humano muy extraño. Freud sonreía a sus adentros. ¿Quién no es “anormal”?, ¿quién no es “extraño”? Freud nos condujo a saber, que todo individuo oculta verdades, que todos se autorreprimen y que, de conocerse en verdad a sí mismos, todos se asustarían de quiénes son en realidad.

El gobierno del Fuhrer y la instauración del nazismo en las instituciones del Estado alemán, provocaron la persecución de la escuela psicoanalítica alemana. Muchos discípulos de Freud como Carl Jung y Wilhelm Reich –cuyas tesis se desligaban de los fundamentos freudianos-, fueron severamente reprimidos por el Estado totalitario[2]. A Freud no le quedó más remedio durante el último año de la década de los treinta, que huir a Gran Bretaña para refugiarse. Cuando las universidades inglesas se percataron de la efectividad y novedad del psicoanálisis, Freud comenzó a ser revalorado en Alemania, por una comunidad de académicos aún muy estrecha.

Lo que es importante constatar es que, para la Alemania de los treinta, Freud podía tener sólo dos lecturas posibles: la del “enfermo mental”, “profeta de lo inmoral”, o bien, la del “objeto de culto”. Los nazis quemaban sus libros, pero el centro de estudios de Werke guardó desde finales de los veinte sus obras completas, para crear una especie de “capilla freudiana”[3]. Tras comenzar a publicar en la capital inglesa, la recepción colectiva de los escritos de Freud, y específicamente el Esquema, muestran también estas dos lecturas polarizadas. Los ingleses “popularizan” al alemán después de su muerte. Comienzan a debatir las tesis de Freud en las charlas de sobremesa, publican centenares de ensayos críticos o en torno a la teoría psicoanalítica, y comienzan a aplicar los saberes del psicoanálisis a otros rubros del conocimiento. Tal fue lo que hizo el grupo de los surrealistas, comandados por el francés André Bretón y por el pintor y artista plástico español, Salvador Dalí. Rescataron la postura de Freud sobre los sueños –la separación del mundo onírico y subconsciente, del de la vigilia y consciente-, para experimentar con un arte abstracto, espontáneo y supuestamente, producido enteramente por el “superyó”[4], fase profunda del intelecto humano sobre la cual explicaremos más adelante. Bretón establecía en su Manifiesto Surrealista, una interesante paráfrasis de Freud, pero aplicada a los lineamientos estéticos de su movimiento: “hay en el interior de cada ser humano, una parte de pensamiento en donde no se piensa. Sin razón, un dictado puro del pensamiento sin la acción reguladora de la razón, ajena a toda preocupación estética, reguladora, política o moral.[5]”

Pero, ¿qué es lo que hace a Esquema del psicoanálisis tan importante a nivel, no sólo académico, sino también social? Debe tomarse en cuenta que se está ante una especie de “antología”, ante una rigurosa selección de teorías, elegidas por el propio Freud, que construyen un todo congruente y armónico. El padre del psicoanálisis divaga en la mayoría de sus libros, experimenta, debate, explica, pero sin preocuparse arduamente por la demostración de un punto medular. Textos como Psicopatologías de la vida cotidiana (1901), no resultan ser ensayos puntuales, sino más bien, disertaciones filosóficas sobre la acción de la mente en el diario vivir. Otras obras como El malestar en la cultura (1927-1931), son tesis mucho más acabadas y demostrativas, pero con numerosos ejemplos y apartados, con el fin de complementar un objetivo central. Tal vez el Esquema resulte ser la obra más organizada y estructurada de Freud, aunque es también, de las más ambiguas, por su naturaleza de organigrama, y por su falta de ejemplos a consciencia. Para entender muchos de los conceptos manejados por este texto, es conveniente remitirse a conferencias, ensayos o cátedras anteriores, en donde se abordan los mismos términos y temas, pero a mayor profundidad. De esta manera, el Esquema es una especie de “panning”, de “vista panorámica” del pensamiento de Freud. Un “mapa del freudianismo” como tal. Se abordan, a través de sus páginas, las grandes obsesiones de la obra freudiana completa, aunque sea de forma escueta: la estructura del aparato psíquico, las pulsiones y el instinto, la interpretación de los sueños, y la libido. Se habla de una “vida psíquica” del ser humano, de que nuestra especie parece vivir en dos planos. En uno, la praxis, actúa, llevando una vida material, exteriorizando sus gestos, movimientos e ideas, por medio de la comunicación oral. Parece que la mayoría, en este ámbito “práctico”, tuviesen el control de sí mismos; de lo que dicen, de sus actos, de sus gestos. En otro, la psisis, este control no existe como tal.

En el primer apartado, Naturaleza del aparato psíquico, Freud establece que la mente humana, no se limita al cerebro, bulbo raquídeo, hipotálamo y nervios, lo cual conformaría una pobre “materialización” de lo psíquico. Freud compara el “aparato psíquico” en cambio, con cualquier sistema orgánico del cuerpo humano, pero ubicándolo en un espacio “inmaterial”, que se genera a partir de las relaciones químicas y eléctricas del sistema neurológico. En el plano psíquico, el ser humano sólo “conecta” sus ideas, sin detenerse a analizarlas o a aprobarlas. Simplemente recibe estímulos, crea realidades y construye hábitos. La psisis puede en todo caso, criticar la praxis y reprimirla, reorientarla, o bien, modificarla, pero resulta imposible que la psisis se critique a sí misma. El mundo psíquico es un misterio para el hombre, que desconoce el funcionamiento de sus procesos inconscientes. Cabe destacar, sin embargo, que no porque el hombre desconozca el cómo trabaja su psisis, ésta dejará de hacerlo. La psisis es dinámica, y no se detiene a darle oportunidad a su poseedor de analizarla rigurosamente. Así como la digestión o la respiración, el pensamiento es un proceso involuntario y continuo. La gran diferencia, sin embargo, entre los procesos orgánicos comunes y el pensamiento, es que el segundo es un proceso que ha sido “alterado” de su naturaleza. La acción del individuo sobre su propio proceso, y de la sociedad asimismo, es irrevocable. El pensamiento plenamente anímico, “animal”, si así pudiera llamársele, del ser humano, es reprimido por un nuevo pensamiento, conformado por un conjunto de construcciones intelectuales heredadas por la sociedad. Por tanto, Freud destaca que el “aparato psíquico”, pasa de ser somático o pulsativo (de deseos, o buscando aquello que le da placer al individuo, o que cumple con las necesidades químicas humanas), a ser un sistema idealista, entendiendo por “idea”, toda construcción tradicional que se incrusta en la psisis para modificar su naturaleza, hecha originalmente de deseos y pulsiones. Freud llama a estas injerencias “no naturales” del individuo y la sociedad en la mente pulsativa, procesos de consciencia. Para el autor, la base del entendimiento del “aparato psíquico” es, primero, la comprensión de cómo trabaja la mente humana en su plena naturaleza, deseante y pulsativa, y a posteriori, el análisis de los procesos de consciencia, como aquellas externalidades psíquicas que van modificando a la mente en su estado no reprimido.

Freud divide la mente, por tanto, en tres instancias. Una representa la naturaleza deseante de la psisis del individuo, otra, la reprimida y estrictamente social; la tercera, emana del mero proceso de interrelación entre ambas. “A la instancia más antigua de la evolución individual, encargada de contener las expresiones psíquicas que ignoramos, que se gobierna de estímulos y dispositivos, (…) y que se resiste a modificarse de la acción del mundo exterior, (…) le llamaremos ello.[6]” El superyó, por su parte, representa la parte que “se impone”, de la sociedad a la mente humana. “Comienza con la influencia parental sobre el niño, y pasa a conciliar al ser humano con su entorno. (…) En el curso de la evolución individual, el superyó incorpora ulteriores sustitutos de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados por la sociedad, la nación[7].” El tercer estadio, finalmente, es el yo, ubicado en medio del ello y del superyó, a manera de regulador. “El yo representa la autoridad, la afirmación, la coordinación de los movimientos voluntarios.[8]”

El ello es inconsciente, y por lo general, articula las primeras respuestas ante los estímulos del entorno. Funciona a base de “pulsiones”, que se definen por Freud como aquellos mecanismos involuntarios que emanan de cualquier estímulo. El “deseo”, es aquella pulsión que no ha sido consumada. Por ejemplo, cuando se tiene hambre y se ve, en el momento, un delicioso platillo de lentejas, el ello motivará al individuo a comer, justo en el instante. Tal vez, las lentejas no le pertenecen al hambriento, por lo que se reprimirá la pulsión. Es entonces cuando el “deseo” comienza, cuando se huelen y ven las lentejas anhelando comerlas, pero bajo la consciencia de que no es posible. ¿Quién o qué, determina que las lentejas son “incomibles”? El superyó, que funge como la parte consciente del ser humano, que lo dota de una noción valorativa de su vida en sociedad, a través de la noción del gusto, de la conveniencia o de la moral. El ello es irracional, el superyó, en cambio, racional. El ello es afectivo, y tiende a buscar el placer, el superyó, busca estrictamente la consciencia y la congruencia con la normatividad convencional de la sociedad en la que se vive. Por tanto, Freud destaca que el ello es una herencia biológica de la especie humana, que se inscribe dentro de la parte orgánica del hombre: su sistema glandular y nervioso. El superyó no es una herencia de la biología, sino de la vida en sociedad, de lo permitido y de lo no permitido. El yo, finalmente, es la acción voluntaria de “obediencia” al ello o al superyó, o a un equilibrio entre ambos. La acción de un “yo determinado” aumenta, conforme el ser humano adquiere consciencia de las dos fuerzas anímicas que debaten en su interior. De ser un individuo, plenamente pulsativo o reprimido, el yo es débil, ya que se habla de una persona entregada a los designios del ello, o bien, del superyó.

Para justificar que el ser humano se debate entre dos polos anímicos, el ello y el superyó, Freud debe antes establecer, a manera de postulado, que los seres humanos se comunican con su entorno a través de “pulsiones”. Así, Freud desarrolla la teoría de la pulsión, que tiene sus antecedentes más rudimentarios en los conductistas arcaicos rusos, como Pavlov en el siglo XIX, y que se ve trabajada después de los cincuenta por el Círculo de Viena y el funcionalismo. “El verdadero propósito del individuo, es satisfacer las necesidades que ha traído consigo. (…) Las pulsiones son aquellas tensiones del ello. Las respuestas a las exigencias somáticas.[9]” El superyó, no es que “reprima las necesidades humanas”, sino más bien, que genera en el individuo, “nuevas necesidades” ad hoc a una naturaleza distinta de éstas. Mientras que las primeras necesidades, las del ello, son estrictamente biológicas, las del superyó son sociales y morales. El acto sexual es el mejor ejemplo para ilustrar este juego biplanar planteado por Freud. El hombre, como ser sexuado, posee la necesidad de ejecutar el coito para reproducirse. ¿Por qué no, entonces, al llegar a una edad reproductiva, simplemente copula con alguien del sexo opuesto, sin siquiera saber de quién se trata? Porque el superyó, por formación social, impone una nueva carga valorativa en el individuo: el concepto de sexualidad. El coito no puede ejecutarse, si no es relacionándose con un “juego erótico”, que trascienda la mera necesidad glandular o reproductiva, e instale nuevas necesidades: el gusto, la estética corporal del sexo opuesto, el deseo, la privacidad del desnudo, o bien, el anhelo de la exhibición de ese coito o de ver a otros en ese coito. El sadismo, el masoquismo, el gusto por el deseo, por anhelar al sexo opuesto sin consumar el coito, son necesidades individuales, que operan como respuesta a estímulos socioculturales, o a la circunstancia sexual de cada historia personal. Lo “sensual”, atractivo o deseable, en lo que al sexo se refiere, son nociones sociales, tradicionales y educativas, que acompañan a la necesidad biológica, al grado de que el individuo desarrolla un nuevo “yo sexual”, incapaz de desligarse de sus pulsiones, pero también, de los discursos sociales que las acompañan.

Las necesidades del ello y las del superyó son contradictorias. Mientras que el ello incita a satisfacer las pulsiones, el bienestar del superyó radica en no satisfacer esas pulsiones. El sexo entendido como una cópula, es necesidad del ello, pero el erotismo, es la acción del superyó. El erotismo emana, según Georges Bataille (1997), de la represión del sexo aunada a la incitación continua de consumar el acto sexual. El gusto por la excitación sin el coito, es el deleite del superyó, que se divierte represivo, mientras que el coito final, es el goce máximo del ello. La mente opera de forma dialéctica, mediante la oposición permanente de pulsiones, que aún a “nivel del ello”, resultan contradictorias. Aquella que resulta más fuerte e incapaz de ser dominada, es finalmente la que logra modificar el comportamiento del individuo. Freud establece que existe una sinergia, a través de la oposición pulsativa, que es lo que hace al ser humano, un individuo multidimensional, incapaz de ser definido de forma simplista. “El instinto (ello) funciona en sí mismo como una polaridad antinómica de pulsiones. La atracción y la repulsión, rigen el funcionamiento de lo orgánico.[10]” Existen dos pulsiones “maestras”, o que representan el principio de todas las pulsiones cotidianas: la de conservación de especie o auto conservación, y la de muerte. La primera, es aquella que pretende la preservación de la vida y de donde brotan el amor y el cuidado de los otros. La segunda, en cambio, es de donde emana la búsqueda de la muerte, propia o de los demás, “es la que persigue la disolución de las vinculaciones, la destrucción, el aniquilamiento[11]”. Los seres humanos se mueven de una pulsión a la otra, y suelen a veces, ser manipulados más por una que por otra. El represivo, tímido o impotente sexual, es aquél que se opone por completo al aniquilamiento, y que pretende sobreponer la seguridad personal, casi en un tono egoísta, por encima de lo salvaje. El agresor, por otra parte, es aquél que prepondera el aniquilamiento por encima del respeto de conservación que el otro exige.

Las primeras pulsiones, al relacionarse íntimamente con lo sensorial, son estrictamente sexuales, y construyen en el niño lo que es su libido, que se traduce como la noción de un “placer sexual”.

[1] “Noticia preliminar” en Freud, p. 8.

[2] Para explorar las diferencias teóricas entre los autores, ver Jung, Carl Gustav, Freud y el psicoanálisis (2000).

[3] Freud, Op. Cit.

[4] Conviene ver el Manifiesto Surrealista (Primero), de Bretón (1924), en donde el autor especifica: “el arte emana del espíritu, que obedece a los susurros de la mente perdida, en esa noche profunda en que mente, al espíritu le habla” (p. 27).

[5] Op. Cit., p. 29.

[6] Freud, p. 13.

[7] Ibíd., p. 15.

[8] Ibíd., p. 12.

[9] Freud, p. 15.

[10] Ibíd., p. 21.

[11] Op. Cit.

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