(…) mis alas rotas en esquirlas de aire
mi andar torpe por el lodo.
-José Gorostiza, Muerte sin fin
mi andar torpe por el lodo.
-José Gorostiza, Muerte sin fin
Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera. Transitar por la calle, volviendo la cabeza de vez en cuando para checar que el otro -que resulta ser uno mismo- no venga comiéndonos los pasos. Cuestionar, lamentar, alzar la vista al cielo para encontrar a ese dios inasible que nos atrapa. Dialogar sobre la muerte, sobre la cosmogonía del génesis, sobre el mito de la mujer como diosa inalcanzable. Temas profundos, teogónicos y reflexivos. Todos, ejes temáticos fundamentales de la poesía mexicana de los años cincuenta. Temas de la poesía internacional durante el primer hemisferio temporal del siglo veinte. Ecos de la modernidad , discurso que permearía la construcción progresiva y positiva de las artes y las ciencias, tanto en forma como en contenido. Temas del ocaso de las vanguardias y del nacimiento de un algo más, de una revolución extraña que aludía más a la profundización del tema y del rema, que a una modificación exclusivamente formal del poema. Un punto de inflexión tanto en el discurso poético, en el espíritu, como en la presentación, el cuerpo.
Cuando se habla de “modernismo” en México, se piensa casi inmediatamente en la mancha modernista latinoamericana que entra junto con el siglo pasado a nuestro país, en respuesta a los experimentos de Rubén Darío. Al respecto de este tema, hay excelentes estudios sobre el “modernismo mexicano”, como algunas exploraciones de Gutiérrez Nájera, nuestro modernista, o como la introducción de José Emilio Pacheco a la Antología del modernismo en México. Sin embargo, para no detenernos en ahondar sobre los rudimentos del discurso poético de la modernidad, que nos llevarían a remontarnos a Alfonso Reyes, nos avocaremos a la generación de Los Contemporáneos, que representaron en su momento, la revolución “canónica” de México a nivel estético, financiada y congraciada con un discurso nacional de la modernidad, que halló referentes políticos, arquitectónicos, cinematográficos y hasta modales, en la Ciudad de México de los años cincuenta. Si comenzamos hablando de Jorge Cuesta y sus amigos, es más por delimitación arbitraria que por gusto, ya que convendría hacer una exploración de la “modernidad” en México en poesía, desde Guillermo Prieto, modernizador de mente anglosajona y piel de bronce, que pretende jugar al Walt Whitman con su “Despierta niño, la velos barquilla/ mira ya, que toca la tierra ”, que se parece a “con estrépito de cornetas y tambores, ven/ de gloria, entra ” hasta esos poetas actuales que en su búsqueda de identidad estética, se congracian (o más bien, nos congraciamos) con las poéticas de la postmodernidad . Pero, para ahorrarnos una exposición detallada al respecto, podemos resumir que la poesía mexicana, desde la edificación de la “mexicanidad” en 1815 por el pensamiento emancipador criollo, y con una gran tilde durante el siglo posterior, obedece a una lógica de imitación. Como dijera Antonio Caso –otro “modernista” a su manera, como los ateneístas-, no hay un “discurso mexicano” o “de lo mexicano”, sino más bien, una unidad que parte de la imitación. Los Contemporáneos no son la excepción a esta “regla”, ni lo son tampoco, las poéticas nacionales. Este grupo se congració en su momento con la estética “modernista” (modernism) que venía de los Estados Unidos desde finales de los años veinte. La “contemporaneidad” fue entonces, un “producto de importación”. Fueron una especie de modernists mexicanos, una pretensión, algo burda y con sus propios recursos estilísticos, con parte de “su cosecha”, sobretodo idiomática, de ser Yeats, Keats o Tennyson, pero sobretodo, Eliot o Pound.
Debemos entender dos aspectos fundamentales de Los Contemporáneos. El primero, es que fueron un grupo reducido, elitista, exclusivo. El segundo, que llegaron justo a tiempo, acorde con su ubicación histórica. Como los “modernists”, su poesía no era para todos. Se beneficiaron del Estado y del acento que puso el gobierno de Miguel Alemán a la edificación de una “ciudad letrada” en las tertulias burguesas del Distrito Federal, pero no fueron los juglares del Estado, o si lo fueron, no a través de su poesía canónica o más distinguible. Torres Bodet creó los libros de texto gratuito, pero no incluyó el Dédalo en las lecturas para la primaria. Debe entenderse que el equipo contemporáneo y su revista (Contemporánea y después, Contemporáneos, ya con Villaurrutia), tenía como objetivo, una distribución elitista, que hiciera estragos en la República de las Letras. Así, este grupo de poetas se ubica dentro de un conjunto de “poetas sagrados”, de creadores trabajados de los cuales, el pueblo sabe que son genios, que poseen lecturas interminables, aunque no los entienda. El pueblo recita Lloronas y corridos, sobretodo, después de los programas indigenistas y de educación popular impulsados por Lázaro Cárdenas. Pero los urbanitas “cultos”, que por su hambre intelectual y coexistencia histórica con los modernists se precian de haberlos leído, prefieren abordar temas más “trabajados” que la yunta y el maguey, que coincidentemente, abren la grieta que separa a la “civilización” de la “barbarie”, a la comunidad capitalina de la rural. El chilango se hace chilango en los cincuenta, pero en medio del asfalto, se crean también, dos discursos de “lo chilango”, el popular y el culterano. El primero, articulado más por la cantina, las marquesinas de los burdeles y el cine que por las letras, tiene su epítome –aunque bastante trucado por una “leyenda blanca” de la resignación y bondad natural de todos los pobres-, en las películas de Ismael Rodríguez y en el entrañable Pepe el Toro. El segundo discurso, el de los cultos, tendrá sus referentes en las revistas de la Escuela Nacional Preparatoria y de la Universidad Nacional, de tiraje reducidísimo, de corte “esnob” y de contenidos estrechos. Desde el diseño editorial, estas revistas mostraban su elitismo. Podrían haber sido hechas con papel de cuarta, pero eso sí, con diseños afrancesados, minimalistas, con tipografías estilizadas. De Contemporánea a Barandal, y con énfasis posteriormente, en Taller, podemos ver este fenómeno .
Debe tomarse en cuenta, al respecto del contexto histórico, político y estético de México, que los Contemporáneos son perfectamente congruentes a su momento. O al menos, congruentes con su clase social –la capitalina burguesa, “nueva clase media”, más alta que baja, o “nuevos ricos”-, con su escuela –la Universidad Nacional en su pleno auge- y con su “proyecto estético” –el modernism a la mexicana-. Son un eslabón que se suscribe, a manera de puente, entre el Ateneo de la Juventud y la “generación de la ruptura” (Escuela de San Carlos, Escuela Nacional de Pintura, 1952-1957), que desempeñó un papel de mayor importancia en la escena de la pintura y del diseño gráfico que en la de las letras. Torres Bodet, como secretario particular de José Vasconcelos, le aprendería algunas cosas y desecharía otras de su manifiesto estético-social. La particular adopción y “tropicalización” del discurso extranjero a nivel filosófico o estético –alemán en Vasconcelos, yanqui en el caso de Torres Bodet-, resulta ser un factor común en los dos creadores mexicanos. Torres Bodet aspira a ser Eliot, como Jorge Cuesta, Gorostiza y Novo también juegan al modernist. Como en la pintura, Manuel Felgueréz es el Hans Hoffman “del nopal”, salpicado por ciertas tendencias de la Bauhaus alemana, podemos distinguir conexiones intrínsecas entre los temas contemporáneos y los modernistas.
En ese suplicio, que es la imagen propia
Uno de los temas favoritos del modernista yanqui es, el palimpsesto en la forma. El contemporáneo no se puede quedar atrás, como sus homólogos y vecinos del norte, aprende a hacer muy buenos palimpsestos. El caso más brillante, tal vez, de un “collage mexicano” es el de Muerte sin fin, de José Gorostiza. Hay, sin embargo, un giro estético peculiar en la obra máxima de Gorostiza, un pincelazo oportuno que lo dota del carácter de “creativo”, y es precisamente, su ejercicio de “traducción” del palimpsesto, de “tropicalización”. Gorostiza no realiza su caldo poético de cultivo a partir de fenicios, griegos o caracteres chinos, como Pound, sino más bien, de referentes orgullosamente mexicanos. Aún así, su carácter de “copiar y pegar” es fino, trabajado, sutil. Muerte sin fin no es un collage burdo en forma ni en contenido, sino que es un juego intelectual de alto nivel, una especie de “encuentre las referencias en el texto que se suscribe”. Las glosas más evidentes de Gorostiza, elaboradas a partir de coplas tradicionales mexicanas (“Tan-tan, ¿quién es?, es el diablo”), se ubican en el poema, justo donde deben entrar, rompiendo con la solemnidad catártica de esa columna desgarradora, que es la apertura. Su sentido de la ironía a partir de la incitación intertextual –“¡Baile!, ¡Baile!” y “¡Aleluya! ¡Aleluya!”-, convierten al poema en un despliegue de cantos. El matiz de Muerte sin fin pasa de lo negro a lo gris, de lo blanco a lo traslúcido, y de esta transparencia a una explosión colorida, que termina encegueciendo al lector y retornándolo a una zona abisal, oscura y cruenta, pero viva, fugaz y colorida, a través de un cierre elocuente a manera de coda:
Desde mis ojos insomnes,
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla de rubor helado,
Anda, vámonos al diablo!
Copleando como un cantante de huapango, Gorostiza realiza una especie de “sampler” –trasladando la lectura al mundo de la música popular- de la canción mexicana. Lo que destaca de esta intervención –la de los “Bailes”-, sin embargo, es la pureza del mise en abime. No se nota cargado, falso, ni con un lenguaje que no le pertenecería a un cantante popular. Es el tema órfico de los dioses trasladado a ras de tierra, con los huaraches. Y es lo mágico de ese “collage”, su autenticidad. Sí utiliza un lenguaje culterano, pero la rima prevalece y se respira, popular:
¡Qué anegado de gritos
está el jardín¡
¡Yo, el heliotropo, yo
yo, el jazmín!
Y lo que es curioso, es que esas rimas, tan banales y escandidas a flor de piel como se miran, terminen conservando el tono general del poema, que resulta ríspido:
Sabe la muerte a tierra,
La angustia a hiel.
Este morir a gotas, me sabe a hiel.
Aunque Gorostiza, no conformándose con su recreación de las coplas bailables, realiza a través de las mismas, un ligero sarcasmo del resto de su poema, que es de corte profundo y teogónico. Gorostiza se burla de Gorostiza. El “yo lírico” coplero se despega del autor serio, consumado y arrogante, para decirle que el sufrimiento es falaz, que se trata de una gran farsa:
Pobrecilla del agua,
Ay, qué no tiene nada,
Ay, amor, que se ahoga,
Ay, en un vaso de agua.
Cuando Torres Bodet pretende hacer lo mismo en México canta las rondas de mis canciones, el juego se nota burdo. El teatro cae, la máscara queda en el piso. El lenguaje de Bodet y encima, sus imágenes de bronce, alusivas al poema fervoroso y patrio de Estado, trabajado desde el Himno Nacional Mexicano hasta la Suave Patria, hacen fracasar su pobre palimpsesto. Poco qué ver con Gorostiza:
México está en mis canciones,
México dulce y cruel,
Que acendra los corazones,
En dulces gotas de miel.
Al respecto de la intertextualidad, Muerte sin fin presenta un segundo juego, que son sus rasgos genéticos ineludibles, heredados de su madre, Primero Sueño. Gorostiza hace un collage de Sor Juana Inés de la Cruz, tan sutilmente, que no resulta fácil verlo. Eso sí, el tono y construcción general de la obra de Gorostiza y de Sor Juana, son casi idénticos. “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis” bien podría ser un verso de un poema que abre con un “Piramidal, funesta, de la tierra/nacida sombra, al cielo encaminaba”. Hay bastantes coincidencias, como las vueltas conceptuales, retruécanos clásicos del siglo de oro,
El sueño todo, en fin, lo poseía
todo, en fin, que el silencio lo ocupaba (Sor Juana)
Y todo lo que vuela, nada, es todo (Gorostiza),
la adjetivación de tardo y tornasol en ambos casos,
Con tardo vuelo y canto, del oído (Sor Juana)
Como un tardo tiempo en el crepúsculo (Gorostiza)
Tornasol que concita (Sor Juana)
Está en su orbe tornasol soñando (Gorostiza) ,
o bien, la cosmogonía y la destrucción del mundo en ambos casos. La involución de Gorostiza que va del animal a la planta y de la planta a la piedra sin vida, no difiere en agónico contenido, de la guerra universal generada por una sombra gigantesca que crepita sobre la tierra, en los versos de Sor Juana.
Angélico egoísmo que se escapa
Hace también Gorostiza, como Sor Juana, o como el tan admirado Eliot, un juego permanente con la figura de Dios. Así, se congracia con el discurso de la modernidad por excelencia, el de Nietzsche, lo “deicida”. Dios está muerto, la humanidad lo ha matado. La ciencia ha suplantado a la religión… ¡cantemos Aleluya! Dios ha dejado de ser Dios y pasado a ser dios, un dios con minúscula, ilegítimo y lejano. Pero Dios no se ha ido por completo, y mucho menos en un México recalcitrantemente católico. No podemos alejarnos de Dios, aunque Él se haya ido de nosotros. Por eso el Canto a un dios mineral (nótese la minúscula) de Jorge Cuesta y el “dios” de Gorostiza, son deidades que guardan su derecho a réplica. El poeta las cuestiona, las pone en evidencia, las denigra, pero no con el afán de burlarse –como Huidobro en el Altazor-, ni de negar a Dios con gusto, por completo, sino con el propósito de buscar el verdadero rostro de Dios, esperando a que llegue, como en la poesía de Dámaso Alonso, como en la de León Felipe –que eran “modernists” a la española-, esperando a que Dios baje. ¡Pero qué Dios!, un D/dios teñido de sangre, crucificado, inmolado, destruido, no el Rey de Reyes triunfador que nos ama y protege. Es material peligroso para la religión, pero rico para el espíritu. Villaurrutia, en su Nocturno eterno, posee esa misma crítica a Dios como un juez tajante, destructor:
o cuando su boca, su luz viva
se apaga nos deja, una ciega sordera.
Y ese Dios de la inclemencia, ese Dios de orgullo y odio, ese Dios de la incongruencia, no es sólo el Dios de Juan Tenorio, sino también el de Góngora y el de Sor Juana, y el de Jorge Cuesta,
Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni descansa.
Cuando en un agua adormecida y mansa
un rostro se aventura,
igual retorna a sí del hondo viaje
y del lúcido abismo del paisaje
recobra su figura
y el Dios de Eliot, en sus Dry Savages:
I do not know much about gods; but I think that the river
Is a strong brown god –sullen, untamed and intractable,
Patient to some degree, at first recognized as a frontier;
Useful, untrustworthy, as a conveyor of commerce;
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