Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, / en el quinientos seis y en el dos mil también;
que siempre ha habido chorros, / Maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos, valores y dublé.
Pero que el siglo veinte es un despliegue
demanda insolente, ya no hay quien lo niegue, (…)
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, / ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.
¡Todo es igual, nada es mejor, /lo mismo un burro que un gran profesor!
-Carlos Gardel, Cambalache.
A mediados del siglo diecinueve, el Barón Pierre de Coubertain articuló la frase que se convertiría, posteriormente, en el lema favorito de los Juegos Olímpicos: “más alto, más fuerte, más rápido”. Jeremy Bentham, James Mill y John Stuart Mill, por su parte, enunciarían mucho antes –en el siglo dieciocho- su teoría del utilitarismo: “el mayor bien para el mayor número de personas”. Y en la misma línea de pensamiento, alusiva a la optimización de procesos y logros, Adam Smith establecería en su Riqueza de las naciones (1776): “dejad hacer y dejad pasar, que sólo así, ha de caminar el comercio[1]”. Todos estos pensadores y doctrinas obedecen al elogio de la modernidad. El trabajo, entendido como cualquier actividad que se traduce en rendimiento económico (bienes físicos o monetarios), la técnica, que es el procedimiento para realizar cualquier trabajo, y la ciencia, que se define como la innovación e indagación que mejora las técnicas, se convirtieron en los tres cimientos sobre los cuales se construyó el discurso de la modernidad[2].
La modernidad, como discurso, posee distintas aristas, según los ámbitos en donde puede manifestarse. En lo político, los sistemas modernos deben basarse en un Estado de bienestar, salvaguardar los derechos de los ciudadanos, estratificarse en instituciones para su mejor funcionamiento y estar abiertos a los procesos democráticos. En lo económico, la modernidad es sinónimo de “bienestar socioeconómico”. Las técnicas deben ayudar a optimizar los procesos fabriles: debe obtenerse más producto en menos tiempo, más barato a mayor cantidad, distribuirlo al mayor número de personas, hallar la mayor cantidad de ganancias, posicionar la industria propia por encima de las demás…en pocas palabras, masificar la economía…productos en masa, procesos en masa y una competencia masiva. Cabe destacar que a partir de esta noción de “masificación” y de “bienestar”, la modernidad construirá dos grandes discursos-sistema políticos-económicos: el capitalismo (Quesnay, Smith, Ricardo, Malthus: “la escuela clásica”), que establecerá que cada ciudadano puede autodeterminarse hacia su propio progreso, y el socialismo (Saint-Simon, Proudon, Fourier: “escuela utópica”; Marx, Engels: “escuela científica”; Lenin, Gramsci, Trotsky:”escuela pragmática” ), cuya visión del progreso parte de la igualdad, el cooperativismo y el proteccionismo económico. En el plano social, finalmente, el discurso moderno exalta la dignidad de los hombres, su supuesta igualdad y el “iusnaturalismo”, es decir, las garantías de todos los individuos por el simple hecho de haber nacido humanos. Estas tres esferas –política, economía y sociedad- representan las “manifestaciones” de la modernidad. Los campos de acción directa del discurso moderno, por así decirlo. Sin embargo, la “construcción” de este discurso resulta mucho más profunda. Toca ámbitos como la epistemología, la religión y la estética.
Los sistemas “pre-modernos” de vivienda, política y economía, alusivos al Medioevo, poseían la siguiente estructura: a) en lo epistemológico, no tenían una ciencia, sino que eran “providencialistas” (todo viene de Dios), b) en lo religioso, partían de la idea de que Dios determinaba el destino de los hombres, pensaban que la humanidad debía obedecer a las disposiciones divinas y no a las terrenas (tomismo), y c) en lo estético, el arte debía ser “aristotélico”: bueno, bello y verdadero (representativo, formas “reales”). La “modernidad” representa una “ruptura”. Un atentado en contra de estas reglas “pre-modernas”. En lo epistemológico, la modernidad trajo “la ciencia” como un “nuevo providencialismo”. Ahora, no todo era creado por Dios, sino medible, comprobable y racional. En lo religioso, se hablaba de una “muerte de Dios” (Nietzsche). El hombre podía autodeterminarse y enriquecerse, ya que no tenía porqué obedecer al designio divino de la pobreza. La Reforma Protestante y el triunfo de las doctrinas no-católicas en Europa, brindaron una nueva “ética del capitalismo”: si Dios había creado al hombre con el fin de ser el “mayordomo de su Reino”, éste debía sacar el máximo provecho de los recursos naturales. Finalmente, en lo estético, la modernidad estableció que en arte, arquitectura e informática, había que “destruir aquello que era creado por Dios”. El hombre debía “crear” un nuevo mundo, con formas “irreales” y oníricas. El “arte moderno” parte de la abstracción, del elogio de la rareza, de la vanguardia.
Como etapa histórica, la modernidad comienza alrededor de 1650, con el Renacimiento europeo y con los prolegómenos de la Revolución Industrial en Inglaterra. La Edad Media había constituido un pensamiento “pre-moderno” que murió con el nacimiento de las máquinas, con los ideales de la Revolución Francesa y con la Ilustración: el triunfo de la ciencia sobre la religión. Se estableció una “cultura del positivismo” o de “lo positivo”: todo debía mejorar día con día, toda actividad humana debía determinar a la sociedad hacia el progreso. El problema fue que la modernidad y su discurso formativo, comenzaron a mostrar diferentes fallas. “Errores del sistema” que no pudieron defender la legitimidad del discurso mismo. Y fue entonces, que la modernidad, como la pre-modernidad en su momento, comenzó a morir.
La muerte de “lo moderno” comenzó cuando las sociedades progresistas, científicas, racionalistas y tecnificadas, observaron que para perpetuar ese “estado moderno”, debían abusar de otras sociedades. Europa como epítome de la modernidad, al ver que no podía sostener su modus vivendi a nivel económico, debió incursionar en el colonialismo. La conquista y el saqueo del “Nuevo Mundo” traerían consigo la ilegitimidad de la “modernidad política” ¿Cómo podía hablarse de derecho natural, de igualdad y de fraternidad, con semejantes atropellos a otros pueblos? Por ende, los independentistas, pretenden crear una “nueva modernidad”, más congruente con el bienestar social. El problema, es que los pueblos autodeterminados, léase Estados Unidos, enfrentaron a posteriori, su propia “crisis de la modernidad”, por lo que incursionaron en el “neocolonialismo”, en la dominación económica y mediática, en la supremacía cultural, en el “desprestigio del otro”, que se consolidaría durante las grandes guerras mundiales. Los “gulags” rusos, los campos de concentración, el totalitarismo alemán y el fascismo, el hiperconsumo del “american way of life” y el irrespeto a los derechos humanos, durante el siglo veinte, trajeron consigo, “un hartazgo de la modernidad”. Los pueblos dejaron de creer en el progreso, en la autodeterminación, en el protestantismo…en todo lo que olía a “moderno”. Se entró, entonces, a una nueva fase histórica y discursiva: la postmodernidad.
Entender la postmodernidad (Benjamin, Lyotard, Land, Lipovetsky) es fácil, una vez entendida la “modernidad”, ya que es únicamente la negación de esta última. Gary Land establece: “¿Qué es el postmodernismo? Conviene que antes, se entienda el modernismo” (p. 1). Como nuevo discurso, la postmodernidad se construye a partir de tres esferas de acción (la política, la económica y la social), y de tres más de “edificación” (la religión, la epistemología y estética). Comencemos al revés, entendiendo la “ideología de la postmodernidad”, para pasar después, a aplicar sus preceptos. En lo epistemológico, la postmodernidad es escéptica. Al morir la modernidad, que era de “dogmas” o de “mitos” convencionales y legítimos –el capitalismo, el derecho natural, la igualdad, el bien y el mal-, se entra a un nuevo estadio donde los discursos se “fetichizan”. Es decir, son “algo en qué creer”, pero se parte de su “posible falsedad” y de su “naturaleza ambigua”, en lugar de convertirlos en leit motivs para la vida diaria. Se prefiere un partido político, pero no se moriría por sus principios, se abraza una religión, pero no “se vive” por y para esa convicción. La juventud puede decirse marxista como puede catalogarse nietzschana al mismo tiempo, y hasta “lennonista” (seguidora de John Lennon). No hay discursos exabruptos o totales, sino “sopas de discurso”, deconstrucciones de los discursos y reconstrucciones de nuevos discursos híbridos (Derrida). En el ámbito religioso sucederá lo mismo que en el epistemológico. La ciencia como “gran religión de la modernidad”, perderá su carácter “beatífico” o “inalcanzable”. Ahora, la ciencia y su funcionamiento se encuentran al alcance de la sociedad. Los centros informáticos del saber (Wikipedia, por ejemplo) son gratuitos y bien pueden ser consultados por todos. El problema es que esto genera la “sobreinformación” social; una “saturación informática”. Las sociedades saben tanto, que terminan por no saber nada. Al tener todo conocimiento a su alcance, olvidan el “ideal científico” del descubrimiento, de la investigación y del método científico. Al mismo tiempo, la postmodernidad significa la “muerte del positivismo”. El discurso progresista de “mejora” (positiva) por medio de la ciencia, muere. ¿Qué nos queda? Las ciencias y las técnicas, pero sin ningún fin en específico. Una ciencia ociosa que sirve a una cultura que elogia el ocio con máximo bien social. Si ya no hay un “sentido positivo” del trabajo (más rápido, más ganancia), el individuo bien puede “perder el tiempo” un ratito. Las innovaciones, por ende, obedecen culturalmente a que “el individuo pierda el tiempo”. Basta con ver los grandes avances de los últimos años para darnos cuenta de este nuevo “elogio de la ociosidad”: You-Tube, una página electrónica para ver videos divertidos e intrascendentes, el i-pod, un reproductor de música de 2000 canciones, el DVD (ahora, blue-ray), un centro de entretenimiento casero…al perder su “noción progresista”, la ciencia ya no innova para optimizar procesos de pensamiento o trabajo… ¡todo es por pura diversión!
La estética (el arte, propiamente), se ha vuelto minimalista. Es tan ocioso como la ciencia. El artista postmoderno no se esfuerza en encontrar “lo nuevo”, lo “más vistoso”. No se instruye. Solamente produce por producir, crea por crear. Traza tres líneas al azar y le llama poema; abre una caja, la pone en un museo y se llama artista plástico. No hay un sentido de la vanguardia, pero a lo más, sí hay un sentido de la burla. Los poetas postmodernos somos una burla de la modernidad, no creemos en nada y todo lo tomamos a chiste. Queremos que el espectador sólo sonría, y no que vea a través de arte, un fin contemplativo o “bello”. El arte ya no glorifica a la sociedad misma, sino que como “el You-tube”, adquiere tintes ociosos. A lo más, como poetas postmodernos, podríamos usar esta “ironía”, esta “burla”, con motivos de crítica social. Expongo a continuación, uno de mis poemas, basado en los ensayos postmodernos de Walter Benjamin:
Crisis:
Poemas de ocasión
Bodas, bautizos, primeras comuniones
XV años, despedidas de soltero (a)
Satisfacción garantizada
Descuentos al mayoreo[3].
La labor más culta y loable de la modernidad, el poeta, se convierte en mi poema, en un chascarrillo. Al mismo tiempo, hago una crítica de la crisis mundial que azota a nuestro mundo postmoderno. El sentido “burlesco” de este poema, como el de la ciencia postmoderna o el de la educación de ésta, es el mismo…la crítica social de los “relatos” establecidos (la crisis viene, la crisis es grave) por medio de “metarrelatos” relativos (la crisis va acabar con los poetas, acabarán “vendiendo” su poesía à sentido de burla). Observando este ilustrativo ejemplo, podemos ver también, que la postmodernidad parte de la “exageración”. Las formas políticas, las medidas económicas y la producción científica, pierden su proporción “real” y se convierten en exageraciones. El que un reproductor musical contenga 2000 canciones es irreal, es exagerado. No hay un fin “práctico” de este medio, capaz de usarse para el progreso. Por el contrario, el reproductor se convierte en una “burla” del fonógrafo, en la saturación de los oídos ciudadanos. Lo mismo pasa en política o hasta en relaciones internacionales. Los líderes mundiales –Bush, Sarkozy, Vladimir Putin, o incluso nuestro Felipe Calderón-, pasan a ser “metarrelatos” de figuras icónicas del pasado. Citan y emulan a los héroes clásicos de cada país, pero no logran despertar, ni siquiera así, a la cohesión ideológica de la ciudadanía. Terminan siendo “caricaturas” de sus discursos. El gobernante de derecha hace chistes de la crisis (“hay que apretarnos el cinturón”), y el de izquierda, se convierte en una “auto-burla” de los ideales que representa (“el Pejelagarto”). No hay ideales fijos ni establecimientos sólidos, sino una gran deconstrucción. Ahora que, ante la pregunta: ¿es este acaso el fin de todos los discursos? La respuesta simple, es un no. La postmodernidad, como la modernidad, y esta “postcultura” (destrucción de las formas tradicionales de la cultura), conformada de la postciencia, la postreligión y el postarte, que ya antes hemos tocado, no son más que “discursos”, discursos sometidos al cambio y a distintas formas de legitimarse. Cuando la sociedad llegue al hartazgo de lo postmoderno, se verá forzada a articular un nuevo discurso, por ende, no hay que alarmarse. Se trata tan sólo de otro estadio histórico. Basta con disfrutar nuestro “andar postmoderno” por esta “postmoderna tierra”.
Bibliografía:
Land, Gary, El desafío del postmodernismo, Universidad de Santa Bárbara, Eerdmans, 1986.
[1] Vol. 1, p. 39.
[2] Según Derrida, Foucault, Habermas, Ricoeur y la escuela constructivista en ciencias sociales, cada estadio histórico responde a un discurso legítimo (Weber), que le brinda al contexto social, un conjunto de procesos técnicos, modales y de creencias, que justifican el diario vivir de las civilizaciones. Cuando hablamos de un “discurso de lo moderno” o “de la modernidad”, nos referimos a las técnicas, las filosofías, los convenios sociales, las formas de gobierno y los contextos que legitimaron “la modernización” en la vida social.
[3] De próxima publicación, en una “plaquette” a aparecer a finales de este año (2009).
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