“Es agradable cuando uno descubre buenas mentes,
pero parece ser más agradable descubrir buenos corazones”.
-John Nash en Una mente brillante (2001).
En sus años de cátedra del College de France (1971-1974), Michel Foucault establecía que en toda sociedad, existen dos clases de individuos: los “normales” y los “anormales[1]”. Los primeros, son aquellos que, por comodidad, temor o simple costumbre, son cooptados por el discurso tradicional establecido por la sociedad en su conjunto, que dictamina cómo pensar, qué valores guardar, a qué dedicarse y cómo comportarse. Los segundos, en cambio, son los que desafían este discurso convencional y, oponiéndose a él, pretenden darle un giro a los “postulados tradicionales”, estableciendo reglas propias y arbitrarias. Según Foucault, la anormalidad, al enfrentarse en contra de lo canónico o “normal”, puede llevar al anormal a dos posibles resultados: reformular el pensamiento de su sociedad, su arte o sus tecnologías, y así convertirse en un genio, o bien, atentar contra el “establishment[2]” y volverse así, un peligro que debe reprimirse de inmediato. Es cuando al anormal se le considera un loco. La “locura” o “anormalidad peligrosa”, por su parte, puede derivar en neurosis, o un peligro latente, pero no consumado, o en psicosis, que es la locura que ya ha provocado estragos a nivel social, por medio de la violencia. El objetivo, tanto del neurótico como del psicótico, es la destrucción de la sociedad que los aísla, juzga y exaspera. Sin embargo, sólo el psicótico logra su cometido; el neurótico no se atreve a consumarlo, o bien, es reprimido antes de llegar a materializarlo[3]. El neurótico, es inestable emocionalmente, iracundo, irracional y confuso, pero temiendo la represión, se vuelve “normal” en apariencia. El psicótico, en cambio, es un anormal orgulloso de serlo que prefiere huir de la represión o bien, burlarla, que autoreprimirse para parecer “normal”, y tiende a desafiar los estándares convencionales a través del terrorismo, del asesinato, de la violación o del escándalo.
Hay una línea tenue, casi invisible, entre el neurótico y el psicótico. Incluso toda neurosis, según Noyles, es una psicosis en potencia. Así mismo, es delgada la línea que divide al “genio” del “loco”. El genio se convierte en un neurótico, en un anormal que pretende llevar una vida delimitada por las reglas sociales, pero que inconforme, un día las cuestiona y estalla. Sin embargo, su inteligencia es tanta que no raya en la psicosis. No debe “destruir” a la sociedad para colmar su deseo revolucionario. Basta con demostrar lo absurdo de las reglas ya existentes para confeccionar nuevas; debe “girar” el pensamiento de las masas, a través de nuevas teorías. Pero, ¿hasta qué punto revolucionar el entorno sin explotar completamente, sin rayar en la destrucción?, ¿hasta dónde se puede ser “racionalmente anormal”, y cuando, en contraparte, comienza la locura, que es el abandono del propio yo y de los demás?... ¿O es que acaso, todos los genios son locos resistiéndose a su propia locura, convenciéndose de “producir” o “reformar”, en lugar de “destruir”? La cinta de Ron Howard Una mente brillante (A beautiful mind, 2001), maneja de forma inteligente la temática del genio/loco, del hombre que se descubre anormal e intenta sobrellevar su propia anormalidad, ante un mundo que lo cuestiona y reprime, el de la realidad, y ante otro que lo atormenta y lo ahoga, el de su propia mente. Básicamente, el filme reflexiona en torno a una cuestión que, razonada en frío, resulta espeluznante: ¿qué hace loco al loco?, es decir, ¿quién determina que esos anormales son anormales, y quién establece al mismo tiempo que la normalidad, no es acaso la locura?
La hipótesis que Howard, Nasar y Goldsman (director-autor y autores del guión, respectivamente) manejan al respecto de la locura y de la normalidad, es que el loco se vuelve loco, cuando le es imposible establecer nexos afectivos, amistosos, laborales, y sobretodo, comunicativos, con la sociedad que lo rodea. Podría decirse que la locura comienza cuando la comunicación finaliza por completo. Como el Gregorio Samsa de Franz Kafka en La Metamorfosis, un hombre convertido en insecto, el loco es un ser frustrado porque por más que comunica o “emite” mensajes, termina por percatarse de que la sociedad que lo rodea, no lo escucha. Para que el loco se vuelva loco, antes tiene que ser visto como un “bicho raro”. Debe ser juzgado como un ente incapaz de comunicar. Sólo así será dotado de una etiqueta de “anormalidad”. El loco comienza estar loco cuando su código de comunicación rompe relación con el social y se inserta en una “dimensión alterna” con reglas, comportamientos y lógica, propios.
Carlos Castilla del Pino plantea en La incomunicación (1990), que “el incomunicar es una expresión de anomia” (p. 30). El que incomunica, o bien, el entorno que incapacita la comunicación, carecen de reglas. Se vuelven sistemas anárquicos que, si bien establecen normas, terminan por postular más bien, “contra-reglas”, establecimientos que nadie conoce ni entiende, y que por ende, nadie respeta. “En la sociedad, existen grupos en los que se permite hablar, y otros que deben forzarse, limitarse, a hablar de sólo lo establecido. A los primeros, les llamaremos grupos opresores, a los segundos, grupos o elementos oprimidos” (Ibíd., p. 31). Una mente brillante cuenta la historia de John Nash, joven estudiante de matemáticas en la Universidad de Princeton (Nueva Jersey, Estados Unidos), que gradualmente, a través de su propia incomunicación con el mundo que le rodea, encuentra que padece esquizofrenia y que su mente “construye” realidades ficticias, únicamente existentes para él. A través de la película, Nash pasa de ser un “opresor común y corriente” a convertirse en un “oprimido, hundido en su propia realidad”. En un principio, es un muchacho apuesto que llega a una de las academias más respetadas y caras de la Unión Americana, y que socializa con cierta afabilidad en el círculo de sus futuros compañeros de estudio. Nash no es precisamente el más “normal” de los jóvenes, ya que es tímido y callado. Le gustan las matemáticas y jugar “Go” (un juego de mesa basado en la estrategia) con sus amigos. Sin embargo, esto no le trae grandes problemas. Nash no se inserta en una comunidad “normal” de jóvenes –el promedio de los muchachos estadounidenses de los años cuarenta-, sino en una comunidad “anormal” –los matemáticos de Princeton, los becarios, los jóvenes prodigio-, que al aislarse y estar regida por reglas propias, se convierte en la “normalidad”, casi de forma automática. Distinguimos entonces a través de la película, dos niveles de concepción de “lo normal”, a través de dos entornos comunicativos específicos: la juventud de los cuarenta en los Estados Unidos, y el grupo específico de los matemáticos de Princeton. Nash se suscribe a reglas y “códigos comunicativos” de ambas comunidades.
Como todo chico promedio de la posguerra, se interesa por la situación política de su país y por disfrutar de la estabilidad económica característica de 1948 (los “años maravillosos” de la historia norteamericana). Sin embargo, no por esto pierde la oportunidad de salir a bailar, tomar una cerveza o admirar la belleza femenina. Por otra parte, como los estudiantes de matemáticas de Princeton, es obligado a vestir con formalidad, a convivir en el Campus con varones solamente, a estudiar con regularidad, a respetar a sus maestros e institución, y a vivir en el encierro. Tarde o temprano, existe un choque “natural” entre la “normalidad de la juventud” y la “anormalidad de Princeton”, y Nash comienza a sentirse incómodo, solo y deprimido. Desea tener un amigo con el cual comunicarse y exteriorizar sus descubrimientos teóricos; alguien que lo acompañe, por tanto, su mente lo “engaña”, e inventa a Charles, su mejor amigo. Charles es un “alter ego” de Nash, es todo aquello que él “quisiera ser”. Es galante, suertudo, desfachatado y extrovertido, y termina por desafiarlo a que deje la “normalidad” y la comunicación; a que “incomunique” para que se pueda comunicar exclusivamente con él. Y como él (Charles), es parte de Nash, no se trata más que de su propia mente, motivándolo a la incomunicación. Esto se refleja claramente cuando Charles motiva a Nash a que entre “ambos” lancen el catre del segundo, a través de la ventana de su dormitorio, rompiendo la pared exterior en el acto y turbando así, a compañeros y maestros.
El problema de Nash y su “inadaptación” al entorno social, comienza cuando imagina a un ser que “no existe”, o que de menos, no puede ser visto ni asimilado por el resto de sus compañeros. Nash se aísla cada vez más del entorno “normal”, comunicativo, para insertarse en la “anormalidad” compartida sólo por Charles y por él: un entorno incomunicativo. Se vuelve “loco”, un ser incomunicado. Y como establece Foucault, no pasa mucho tiempo sin que la sociedad descubra su locura y termine por reprimirlo, enviándolo a un hospital psiquiátrico (McLean Institute) por un periodo de 50 días. “Se le ha diagnosticado esquizofrenia, mucho de lo que ve, percibe, piensa que es real, no es real”. Lo peor es que, ni el hospital ni el ascetismo hacen de Nash, un “normal” comunicado. La situación de incomunicación y delirio se agrava: Charles no sólo no deja de visitarlo, sino que trae consigo a una sobrinita ficticia. Todo comienza a tornarse turbio.
Ante el sufrimiento de Nash por convertirse en un paria, decide luchar por “volverse normal”, por reinsertarse a la sociedad “opresora”, y a sus reglas y códigos. Es entonces, que Nash emprende un viaje interior de la anormalidad hacia la normalidad, enfrentando la dificultad de que su mente busca aferrarlo a ser un anormal, a incomunicar. Llega un momento en la cinta de Howard, en que Nash no sabe qué es real-comunicable, y que en cambio, es irreal-incomunicable. Aparentemente, es llamado por una agencia secreta del gobierno estadounidense –lo cual es común a comienzos de la Guerra Fría y durante la Guerra de Corea, en 1951- para que descifre sondas, códigos y mapas de ataque. Esto, es ficción, es producto de la esquizofrenia. Lo descubrirá cuando su esposa le reitere que el Agente Parcher –quien le llama y asigna “misiones”- no es real, que es un producto de su imaginación. Éste es el punto en el que Nash más se atormenta, en donde se hunde en el vértigo de sus ideas. No sabe qué realidad debe creer. Parcher le asigna proyectos tan secretos y exclusivos, que bien puede ser parte de una “anormalidad” generada por el gobierno, de un grupo de “anormales” espías, incomunicados a propósito, con el fin de proteger a los “normales”. Su amor por su esposa, Alicia, y por su pequeño hijo, lo conduce a ser un paladín de la conspiración gubernamental en pos de proteger a su patria, pero… ¿y si esta conspiración no es real?.. ¿Acaso porque simplemente nadie lo sabe, porque es una realidad “incomunicable”, debe darse por hecho que es irreal?
La habilidad de la película de Ron Howard radica en que durante su desarrollo, comunica e incomunica al mismo tiempo, confundiendo a la audiencia, y hundiéndola en un extenuante dilema sobre los límites de la realidad. ¿Quién tiene la razón, el genio que incomunica o la sociedad que comunica?, ¿Son todos los genios “anormales”, por el hecho de que su erudición los hace incomprensibles? Gracias al guión de Howard, Nasar y Goldman, todos los espectadores de la película terminamos convirtiéndonos en Nash. Vemos sus delirios y vivimos las situaciones inexistentes. Terminamos comunicándonos con esos seres “creados” que incomunican, y por tanto, acabamos “locos”, juzgados por nuestro entorno social, “oprimidos”. Nos introducimos en el “dilema de Nash”. Nos volvemos escépticos y nos ponemos nerviosos… ¡llegamos a creerle más a la incomunicación que a la comunicación! Por ratos en la película, nos convencemos de que lo irreal es lo real, y de que la realidad es tan sólo vaguedad, ignorancia, un conjunto de personas que al no comprendernos o juzgarnos, no se encuentran en “nuestro mundo” o “comunicados” con nosotros. Y no sabemos por qué luchar, ni por qué abogar. No sabemos si defender a Nash en su locura, o si forzarlo a volverse “normal”, por amor a su esposa desesperada y a su hijo pequeño, que necesita un padre “normal” que lo eduque y conduzca por el camino de la “normalidad” social. Si a todo esto le añadimos la excelente actuación de Russell Crowe, que en su papel de John Nash sabe “comunicar” a su audiencia la frustración, soledad y temor de la “incomunicación”, tenemos ante nuestros ojos, una película sin precedentes.
Una mente brillante es una película que se encuentra en medio de la comunicación y de la incomunicación, de la normalidad y de la anormalidad, de la neurosis y de la psicosis; del genio y de la locura. En cada minuto de filmación, nos vuelve locos e incomunica, para retar nuestra “normalidad”, para hacernos reflexionar sobre qué tan comunicados estamos en realidad… ¿O será acaso que la locura es la “normalidad”, que la incomunicación, es la verdadera comunicación?
Bibliografía:
-Foucault, Michel, Los anormales, Fondo de Cultura Económica, México, 1971-1974.
-_____________, Vigilar y castigar: historia de la prisión y el manicomio, Argentina, Siglo XXI, 1982.
-Castilla del Pino, Carlos, La incomunicación, Ediciones Nexos, México, 1990.
-Película: A beautiful mind (2001), dirigida por Ron Howard, escrita por Maureen Peyrot y Akila Goodman. Actúan Russell Crowe y Jennifer Connely.
[1] Ver Foucault, Michel, La anormalidad (1975).
[2] Según Nikolas Luhmann, se entiende por “establishment” (o “lo establecido”), el conjunto de valores, planteamientos, comportamientos y sistemas institucionales (morales, económicos, políticos), que integran una sociedad occidental promedio.
[3] Ver Foucault, Michel, Vigilar y castigar: una historia comparativa de la prisión (1984).
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