viernes, 30 de abril de 2010

Guillermo de Occam, o de la imagen y el nominalismo

La rosa se vuelve rosa cuando el hombre le puso este nombre. En la mente de Dios, no sabemos cómo se llame la rosa.

-Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, p. 211.


El nominalismo medieval

Durante la Edad Media, la ciencia estuvo dominada por el “providencialismo”, que suponía que todo aquello que ocurre es generado por Dios y parte de Su Voluntad. No había libertad plena de estudiar ciertos fenómenos considerando, que la respuesta de la problematización era que si algo ocurría, era debido a que así lo designaba Dios. Por ende, las ciencias naturales se limitaron a la clasificación de especies, y no al estudio del origen zoológico o botánico de las mismas. Los fenómenos se concebían a partir de sus categorías, pero no problematizando su origen, ya que se presuponía que en la divinidad, se encuentre el origen de todas las cosas. Es así, que en el medioevo surge una corriente filosófica que plantea el estudio de las cosas a partir de sus características y “nombres”, y no a través del cuestionamiento de su origen. Tal corriente, se le denomina nominalismo, y comienza en 1277, con las primeras tesis de Tomás de Aquino (1225-1274), quien plantea que la lógica aristotélica es la base del conocimiento, pero no partiendo de la premisa de que “todo se ignora”, sino más bien, de que “se desconoce cómo Dios hace funcionar el fenómeno”. En sus summas, Tomás de Aquino planteaba que Dios antes de crear el mundo, articuló en la mente divina una “idea” del mismo, que en última instancia, se materializó. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, posee la facultad de “concebir” cualquier concepto en su mente, y de acercarse a él, materializado, a través del mundo sensible. Dios le dio a Adán, la facultad de “nombrar” a todas las cosas creadas. El hombre, por ende, articula códigos para nombrarlo todo. El fin último de las civilizaciones, es conocer su entorno y darle nombre, para aceptar la mayordomía “nominal” con la que Dios enviste al ser humano.

Todas las cosas poseen una “esencia”, un “espíritu”, según establecía Agustín de Hipona (354-430), discípulo del apóstol bíblico Pablo. El mundo sensorial, no es más que un “referente concreto” de lo espiritual. El “nombre”, es la conexión entre materia y espíritu, sin embargo, no todo lo “nominal” es concreto. Dios existe porque tiene un nombre, como el amor, el odio, la virtud o la paciencia. El “nombre” da existencia a las cosas, cuando valida las nociones sociales. Según los agustinos, Dios creó al mundo por medio de “la palabra”. Dándole nombre a todas las cosas, fue generando el universo. El hombre desconoce el nombre de Dios (lo llama “Supremo”, “Poderoso” o “Yahvé”, “el que es”), porque no puede llegar a Dios a través de su condición material. Cuando trasciende de la ciudad de los hombres (material), a la ciudad de Dios (espiritual), podrá conocer el verdadero nombre de Dios, y escucharlo de viva voz.

Guillermo de Occam: ¿nominalista?

A pesar de ser considerado el más grande nominalista de todos los tiempos, Guillermo de Occam (1280-1349) no es propiamente un nominalista, en el sentido de los beatos medievales. El pensamiento de Guillermo, es más bien una lógica lingüística disfrazada de nominalismo. Más allá de proponer la dicotomía “espíritu” y “materia” de Agustín, o “idea” y “cosa”, de Tomás de Aquino, centra su análisis en lo estrictamente material, centrando la bifurcación de lo asible e inasible, en “imagen” y “referente concreto”. Guillermo planteaba que, independientemente del mundo divino y espiritual, en el plano material, había una nueva bifurcación entre lo inteligible, que es la palabra o el conocimiento, y lo sensible, que remite a todo aquello que rodea al hombre. “Guillermo es el más radical de los nominalistas, ya que promueve la erradicación de cualquier idea que no halle referentes en el mundo sensible[1]”. No es que Guillermo planteara que el amor o la verdad, que son intangibles, no existieran, sino que proponía, que no existirían de no verse reflejados en referentes concretos, que pueden ser llamados amor o verdad. El ser humano, no puede “entender” aquello que no le ha sido explicado, o que no ha visto. Para conocer el amor o la verdad, debe relacionar estos conceptos “espirituales” con referentes concretos, que provisionalmente cargan con el nombre de amor, o de verdad. Estos referentes, que se asocian con un nombre intangible, reciben el nombre de imágenes. Dios existe, según establece Guillermo, debido a que se pueden ver “imágenes de Dios”, en su creación. El cielo, la perfección de los paisajes y la bondad humana, hecha a semejanza de la divina, son concreciones de un Dios inasible, al que llegará el piadoso después de la muerte.

Para entender cómo es que la filosofía de Guillermo se separa de la de otros beatos católicos menos “lógicos”, es necesario comprender que su trasfondo histórico y educativo, difirió en gran medida, del de otros escolásticos. Guillermo de Occam (u Ockham), nació en la ciudad que le dio nombre, cerca de Oxford, en la Gran Bretaña. Desde muy pequeño, fue entregado por sus padres a un monasterio franciscano para su crianza. Durante su adolescencia, por su perspicacia y habilidad para memorizar porciones de las Sagradas Escrituras, fue llevado a la abadía de Aviñón, en Francia, para perfeccionar su educación. Aviñón, sin embargo, tenía una particularidad importante. Los franciscanos franceses no creían que el ascetismo (aislamiento, silencio y sufrimiento), condujeran al paraíso. Por el contrario, defendían el derecho de Dios había dado a los hombre para divertirse –con límites- y estudiar. Los libros que estaban prohibidos en otras abadías, no se restringían en Aviñón, por lo que muchos franciscanos eran doctos en música, lógica, matemáticas o artes plásticas, además de conocer de teología. En 1333, Guillermo publicó su Lógica mayor o Summa lógica, donde establecía que el “nombre”, no se encuentra en la mente de Dios, sino en la del hombre. Para Occam, el nombre de las cosas es impuesto, arbitrario y convencional. Cada sociedad nombra de forma distinta a los objetos, según la tradición. Dios no es el que nombra a las cosas, sino que otorga al hombre de la capacidad para nombrarlo todo, a través de la lógica, que es al conexión de la cosa o imagen, con un nombre, que funge como etiqueta. Cuando en Roma se enteraron de las tesis de Guillermo, lo condenaron por herejía y lo hicieron comparecer ante el papa Juan XXII. Se dice que Guillermo utilizó tesis agustinas para convencer al papa de que existen dos “nombres” en las cosas, uno terrenal, puesto por el hombre, y otro divino, puesto por Dios. Al final, fue perdonado. Sin embargo, posteriormente volvería a ser perseguido, al determinar que la “vida humilde”, “el vivir con decoro”, son pilares de la fe cristiana, y que el papado los violaba al apoderarse de tierras y metales. Desde 1328 y hasta 1349, año en que muere de peste en Munich, Guillermo huye de Francia a Alemania (Imperio prusiano, parte del Sacro Imperio Romano-Germano).

Para Guillermo, la fe se traduce en la “creencia de lo indemostrable”. Niega que exista forma alguna, directa y tangible, de concebir a Dios, de no ser por “los productos de Dios”. Asimismo, no puede demostrarse la inmortalidad del alma. “Rechaza (…) la distinción real entre esencia y existencia, entre sustancia y accidente[2].” Lo que existe, posee una sustancia en sí mismo, a partir de lo tangible, y no en un nivel metafísico. La “imagen” y el “nombre”, componen la sustancia de la cosa. El carácter “cósico” de algo –su facultad de existencia-, está en su capacidad de ser representado y nombrado. Existen, según establece, dos tipos de conocimiento: uno intuitivo y directo, que es el que nombra lo tangible que rodea al hombre, y otro universal e indirecto, que nombra lo que “todos conocen”, lo que se encuentra en la mente de la multitud. Descarta el pensamiento agustino de un “espíritu en todas las cosas”. Más bien, las cosas están en la mente humana. No hay Dios más allá del que concibe la propia mente, en la vida terrena. Hasta que el hombre no conozca a Dios-objeto, en los cielos, Dios vivirá en la mente del hombre, como una “imagen” y un “hombre”. Así como la mente de Dios concibió todas las cosas, todos los objetos capaces de ser nombrados universalmente, están en la mente del hombre. Destaca:

(…) yo sostengo que ningún universal (imagen-nombre convencional), a no ser acaso, el universal que resulta de la institución voluntaria o de un grupo, es algo que exista de algún modo, fuera del alma, sino que todo aquello que es predicable de muchos, por su propia naturaleza está en la mente, ya de una manera subjetiva, ya objetiva, y que no existe una esencia o quididad (de quid) de una sustancia[3].

Guillermo de Occam populariza la noción de “término”. Define este concepto como “el nombre que se le brinda a toda cosa, a partir de la cosa misma o en la mente[4]”. Es decir, existen dos tipos de términos, los que refieren a una conresión (la cosa), o los que remiten a una “imagen de la cosa”, a un “inexistente” o “concepto de la mente” (como el amor). El conceptualismo, de Tomás de Aquino, Agustín de Hipona y los platónicos, promovía que de la “idea”, se materializaron todas las cosas. El nominalismo de Guillermo se inclina por un camino contrario. A partir de lo creado, el hombre otorga un “término”, que guarda en su mente y comunica a otros hombres, creando “universales”.

La “navaja de Occam”

El lema de Guillermo era “en igualdad de condiciones, la solución más sencilla a un problema, es la correcta”. La llamada “navaja de Occam”, consiste en un juego lógico que plantea, que no existe una esencia más allá de los mecanismos pragmáticos, asibles y visibles, que el hombre puede encontrar, en el funcionamiento de los fenómenos. Por ejemplo, considerando que una manzana cae al suelo, el pensamiento especulativo comenzaría a elucubrar que unos duendes la despegaron del árbol que la afianzaba o que un viento vertical la bajó de las ramas. Guillermo se limitaría a pensar que, dado que “cayó” al suelo, existe un “algo” que la impulsó verticalmente al piso. Como ese “algo” no es tangible ni tiene forma, se concluye que no puede ser un viento (no hay viento vertical hacia abajo), ni un duende (jamás se ha visto uno). Por tanto, debe “nombrarse” ese “algo” que ha tirado la manzana, y se le llamará “fuerza”. Otro axioma de Guillermo al respecto de “la navaja” es, a mayor cantidad de pruebas, mayor es la certidumbre de una conclusión. La manzana puede llevar a un proceso experimental que concluya que “todo aquello que se suspende, tiende a caer”. El “dogma”, se define entonces, como aquella creencia que no se sustenta por pruebas, sino por un “auto de fe”. En teología, mencionaba Guillermo, cada quien es libre de probar su relación con Dios, según su razón lo requiera. “Toda esencia y existencia de todas las cosas, (…) dependen de la experiencia. La inteligencia pone en acción la inteligibilidad de la experiencia, y la racionalidad establece los criterios por los cuales, un proceso cognoscitivo se desarrolla desde la experiencia, hasta la afirmación[5].”

Guillermo de Occam y la comunicación

Lonegran establece que la máxima aportación de Guillermo a la comunicación, es su concepto de “universal”. Umberto Eco concibe como “signo feliz” o “signo social”, a aquellos referentes que se popularizan a tal grado, que se impregnan en las mentes de una mayoría. Los universales, no son más que conceptos que conforman el “saber colectivo” de las civilizaciones. La gran pregunta es, ¿cómo llegan los universales a todas las mentes? Por medio de la comunicación. Guillermo de Occam concebía a la comunicación, como la base del conocimiento. Cuando el término se asigna, la locución del mismo (el acto de nombrar) representa el inicio de la comunicación, Un receptor comienza a nombrar el objeto con el término que ha aprendido, y retransmite esta etiqueta a nuevos receptores. “Resulta claro que la humanidad, expresada como la comunidad de la acción, necesita de la comunicación, porque no puede haber acción común, si no hay conocimiento común[6]”. El “universal”, es un término “socializado”, gracias a la comunicación:

(…) El universal humanidad, no es meramente un concepto, una abstracción, sino una realidad inteligible que se despliega en una multiplicidad inteligible de personas. El nivel de “muchos”, se da en virtud de la materia, pero el universal concreto se en clava en el universo concreto y existente del ser, en la especie humana, en el devenir humano e histórico en que vivimos y actuamos. Significa asimismo, la unidad de la acción humana. Significa comunidad[7].

Cabe destacar que Guillermo plantea que, aunque la humanidad puede concebirse como un “todo”, y existan conceptos universales, no por ello, todos los seres humanos son iguales. Los individuos son diferentes entre sí, y percibirán de forma distinta, los universales. En su Comentario a las sentencias, Guillermo establece que: “nada hay en los hombres de común o plenamente comunicable, ni siquiera por potencia divina; no hay ningún componente en los seres humanos que los dote de universalidad o que implique comunidad[8]”. En cambio, el “juicio”, es definido por Guillermo como la capacidad humana de desechar un “universal”, para modificarlo por un término arbitrario. La opinión personal, es la decisión humana de seguir o no lo universales. La capacidad crítica, es aquel “reto lógico” hacia los universales, que se comunica de un ser humano a otro, a manera de debate con la realidad social. “Todos los juicios, para ser exactos, deben constar de un valor empírico; la ciencia se considera un axioma, y el saber tiene por objeto, ordenar el conjunto de hechos observables para fines prácticos[9].” El problema de Guillermo en todo caso, es su concentración en la comunicación de masas, y su poca atención en el fenómeno de la comunicación interpersonal o intrapersonal. Sin embargo, es tal vez el primer estudioso de la comunicación colectiva, cuando desde Platón hasta Santo Tomás, los filósofos se habían concentrado en la comunicación de lo material con el espíritu. Sus aportaciones más grandes son, por tanto, “la imagen en el conocimiento, el universal como principio del conocimiento, y este universal como pilar de la comunicación.” Asimismo, es notable destacar la distinción de Guillermo entre el objeto y la percepción, entre el “nombre” y la “cosa”.


Bibliografía: Yurén, Adriana, Conocimiento y comunicación, Editorial Alhambra, México, 1994.



[1] Yurén, p. 58.

[2] Ibíd., p. 59.

[3] Cit. Por Yurén, Ibídem.

[4] Ibídem.

[5] Ibíd., p. 61.

[6] Ibíd., p. 64.

[7] Ibíd., p. 63.

[8] Ibíd., p. 61.

[9] Ibíd., p. 64.

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