Sobre la conformación discursiva (iconográfica) de los pueblos
El paradigma epistemológico constructivista (Fierke, Der Derian, Bachelard), es hoy en día, junto con la teoría sistémica (Luhmann, Parsons)[1], la aproximación favorita de estudio en lo referente a las ciencias sociales. Los constructivistas plantean que las distintas culturas, sus lenguajes, sus estructuras políticas y su auto- concepción -la noción de cómo se ven ellas a sí mismas y de cómo conciben a “los otros”-, son constructos sociales, y no precisamente establecimientos rígidos y fundacionales[2]. Esta postura desvalora el planteamiento central del positivismo, que establecía que la ciencia, el conocimiento y la educación, eran estructuras infranqueables, casi de inspiración divina[3]. Para el constructivismo en cambio, “religión”, “utilidad social”, “roles de género”, “forma de gobierno”, y demás atributos de cualquier conjunto humano con características comunes (civilización), son sólo discursos, formados a partir de las necesidades de cada sociedad, en un momento y lugar específicos. Dada esta premisa, se presupone que todo discurso puede cambiar a través del tiempo y del espacio, según lo dispongan las mismas sociedades. El problema es que, esto no siempre sucede, pues hay de discursos a discursos. El discurso modal de vestimenta cambia rápidamente, debido a que de forma convencional, no es mal visto que se modifiquen los tipos de vestirse (“tokens”[4]), según temporada o diseños. Tampoco se ve mal que el lenguaje (discurso de habla), cambie según el contexto desde dónde se emulan los mensajes; siempre y cuando, cada lenguaje respete las reglas que estipulan sus contextos. ¿Qué sucede con el discurso religioso o moral? Podría decirse que también puede cambiar, pero con mucha mayor dificultad que en los casos anteriores. Al ser establecidos como “discursos perfectos” o “infranqueables”, las reglas morales o los dogmas religiosos, no están sometidos a un cuestionamiento permanente o a un “rediseño”, como lo están los tipos de la vestimenta. El tipo-vestido, se adecúa a un entorno particular (ambiente del discurso). Se viste un frac en una boda o graduación, y tenis para salir a correr; hay ropa de protocolo o casual. Los tipos-imágenes sacras, en cambio, no se someten a un contexto, sino que someten el contexto a un ritual o protocolo que emana del discurso religioso, bajo el que fueron concebidas. No podemos “adecuar” la cruz cristiana a cualquier entorno, sino que nos vemos forzados a generar alrededor de ella, un entorno específico marcado por el respeto, la adoración, el arrepentimiento.
Destacamos de esta forma, que existen dos especies de tipos, y por ende, dos grandes clasificaciones de discurso: aquellos que se modifican por “contrato social” con cierta facilidad, y los que resultan inamovibles y fundamentales, que pretenden someter bajo ellos los “contratos sociales”, y no vice-versa. Los objetos de consumo (aquello comprable o vendible), por ejemplo, son tipos de un discurso franqueable. La presentación de los productos cambia, las estrategias de venta, también. Incluso el comercio cambia: el precio, los niveles de producción o la distribución. Aquello que aparentemente es “invaluable”, que no se compra ni se vende, como el amor, la paz o la dignidad, no obedece a manipulaciones constantes ni a un cambio radical y continuo de las necesidades sociales. Se vuelve estático, infranqueable e incuestionable. Así los “referentes” o “signos” de amor cambiaran –un oso de peluche, corazones, besos-, el “gran significado” seguiría siendo el mismo: la importancia, cariño y respeto que una persona le otorga a otra.
El discurso de identidad nacional de cualquier país, se compone de una serie de discursos, configurados en distintos niveles de la sociedad y que obedecen a diferentes necesidades. La “religión” de un pueblo es parte de su identidad nacional, así como sus “bailes típicos”, su “comida tradicional” o su “lenguaje”. Hay un discurso “de danza nacional”, un discurso “culinario nacional”, y uno “lingüístico” nacional, pero todos éstos se subordinan a un “gran discurso”, el de identidad, el que “significa” en sí mismo, lo que quiere decir pertenecer a tal o cual pueblo. Abordemos, con llanos fines de exploración, dos “grandes discursos” de identidad nacional: el mexicano y el americano (estadounidense), diseccionando ambos a partir de sus diferentes tipos-discurso (o sub-discursos): la religión, la idiosincrasia, la forma de gobierno y estructura institucional, la ética, o bien, la iconografía. Estableceremos, de manera muy breve, que ambos pueblos han necesitado “referentes concretos” que legitimen sus discursos abstractos. Por tanto, han requerido de iconos (imágenes sagradas, fiestas, mitos fundacionales, héroes típicos) para la construcción de sus discursos de identidad. Han edificado una “iconografía (conjunto de tipos) de lo mexicano” o “de lo americano”, según el caso.
Como premisa fundamental, debemos establecer que el discurso de identidad mexicano, que será el primero en abordar, obedece a una lógica de lo “infranqueable”. Se trata de un discurso que se ubica en la línea de la moral o de la religión. Patria debe escribirse con mayúscula. No se cuestiona la historia nacional ni la iconografía patriótica. Si bien se suman nuevos tipos al “gran discurso”, no se deben modificar los anteriores. La identidad americana, en cambio, parte de un discurso modificable, progresivo, que si bien posee como en cualquier caso, discursos específicos infranqueables, no deja por eso de “re-diseñar” su identidad, según las necesidades políticas, económicas o sociales de su mismo pueblo. Cabe también señalar que, en la actual era postmoderna, sin embargo, observamos algo curioso y antes jamás visto, una especie de vuelco. El discurso de identidad mexicano está modificando algunos de sus “tipos-discurso”. Tal vez, aquellos que no le convenía, de entrada, cambiar. Estamos entrando a un nuevo estadio del “pensamiento mexicano”, lo que yo he denominado, postmodernismo mexicano o postmexicanidad (tomando el término de un ensayo de Roger Bartra[5]). La identidad americana, a su vez, se enfrenta a un complicado dilema: no es tan progresiva y cambiante como pregona ser, sino más bien, tradicionalista, pero con extrañas facultades de mutación. Cambia y cambia en lo superficial, pero no en sus cimientos: el expansionismo, el Destino Manifiesto, permanecen intactos.
La primera cara de la moneda: México
México es en apariencia, un país místico y bello. “Mágico”, le denominan algunos. Pero lo cierto, es que detrás de una apariencia llena de color y fiesta, de permanente alegría y de la capacidad de hacer chistes de todo, y de todo hacerlo un gran chiste, se esconden cimientos oscuros, que más allá de construir una identidad social uniforme, permean en la identidad personal, en la concepción del “yo mexicano”. A lo que he denominado homo mexicanis[6], es precisamente a esa afección del “gran discurso” de identidad nacional en el discurso individual de acción. Es la forma en que lo macro repercute en lo micro. La articulación de una ideología individual, en base a una carga “de ideología genética”, demarcada histórica y socialmente. El homo mexicanis es el mexicano arquetípico; el referente directo de la construcción-identidad mexicana: un charro, una mujer abnegada, un “peladito”, un político corrupto, un indígena, un estudiante de la pequeña burguesía. Hay muchos homos mexicanis, muchos arquetipos del mexicano “promedio”; y todos se construyen, a partir de los diferentes Méxicos que existen: la comunidad rural, la capital de provincia, el coloso Distrito Federal, el pueblo indígena, la entidad fronteriza…hay un conjunto innumerable de realidades mexicanas, y según se diseccionen y estudien, arrojarán diferentes lecturas y tipos de homo mexicanis. Por ello, a manera de Samuel Ramos (1939) en El hombre y la cultura en México, podríamos hacer un cúmulo de ensayos sobre las diferentes construcciones arquetípicas: el campesino nacional, el trabajador urbano, el ambulante, la señora de provincia, los jóvenes…sin embargo, por razones de tiempo y espacio, esbozaremos solamente un “gran homo mexicanis”. Una lectura ambiciosa y monolítica, pero funcional para nuestro estudio presente, de lo que significa “ser mexicano”.
Como el discurso del loco, el principio de exclusión y el tabú de la sexualidad planteados por Foucault (1964-1972)[7], la pretensión de la respuesta a qué es la mexicanidad ha evolucionado según el contexto (“ground”[8]) histórico o sociopolítico. El análisis del mexicano resulta el eje fundamental de los discursos que hemos colectado. Todos los ensayos considerados tienen en común que su tesis temática principal es una posible definición de la mexicanidad, sin embargo, para definir al mexicano se valen de una visión sociológica. No ven a una clase social mexicana específica, sino al personaje colectivo que es el mexicano como tal. Aunque surjan análisis particularizados a personajes cotidianos de la vida mexicana, verbigracia, el peladito o el macho mexicano, no deja de considerarse al “objeto de estudio” (lo mexicano) a partir de la visión de un “pueblo masa” –como dijera Sartori (2000)- , cuya participación política y actividad continua, en la modificación del panorama histórico nacional e internacional, bien pueden analizarse en conjunto. Esta visión de análisis contrapone dos clases de homo mexicanis distintas: el “yo mexicano individual” y el “yo mexicano colectivo”. El primero es más fluctuante que el segundo. Mientras todo mexicano comparte rasgos de mexicanidad (“yo mexicano colectivo”) por su formación cultural, a manera de espejo de Lacan (un reflejo ineludible lo que ha aprendido en su círculo social contiguo) y por la existencia geográfica “per se”, dentro del espacio mexicano (según T. Hall (1973), este aspecto afecta la cultura individual), no todo mexicano, en contraparte, posee la misma postura política, grado de escolaridad o inclinaciones simpáticas discursivas. No todo mexicano es igual. Aún así, debemos esforzarnos por observar esas líneas generales que hacen “al mexicano” o “lo mexicano”.
De chile, de dulce y de manteca…la construcción del “discurso de mexicanidad” a partir de la dualidad
A través de la Historia de México, el discurso de la mexicanidad ha cambiado. Si lo analizamos desde una perspectiva marxista, podríamos establecer que cambia al designio de una élite política, de “los poderosos”. En una visión más “racionalista”, pretenderíamos que el cambio obedece a una estructura convencional: que el pueblo cambia su identidad. Desgraciadamente, mantengo una lectura pesimista de nuestra historia y discursos de identidad. Me inclino a adoptar la primera lectura, la materialista dialéctica, congraciándome con los análisis de O´Gorman (La invención de América, 1958), o de Leopoldo Zea (La condición latinoamericana, 1963). Considero que no es el pueblo sino aquel “poder” que se encuentra sobre él, el que modifica el discurso que debe seguir y abrazar el pueblo mismo. Son los gobernantes, los movimientos sociales y en última instancia, el “partido hegemónico” -el PRI (Partido Revolucionario Institucional)-, los que articularon una “iconografía de lo mexicano” en nuestro país. Aún así, no desecho por completo la tesis de que el discurso emane de los mismos mexicanos, de que sea el pueblo quien traza su propio camino. Se debe aceptar que el discurso tampoco es al cien por ciento, invención de los órganos de poder. Existen también, “externalidades”, traumas históricos, temores, leyendas, sueños colectivos, que apoyan en la construcción de la identidad, y que resultan ser un eco de las circunstancias históricas. Por tanto, me gusta distinguir un discurso Jano o bicéfalo. Un “doble discurso”, o un discurso que es “dos en uno”.
Por un lado, tenemos el discurso “imaginado” o “creado” de la mexicanidad. Se trata de aquello que las instituciones y gobiernos “le dicen al mexicano que es” bragado, valiente, aguantador, honesto, soñador y muy trabajador: México es un pueblo noble. En contraparte, tenemos un discurso “real” de la mexicanidad, a partir del cual, tenemos un pueblo traumado por los errores de su historia, desconfiado de sus propios gobiernos, ventajoso, utilitario, egoísta, que tiende a construir mitos convenencieros, héroes que sólo deben seguirse si sacan a los más pobres de pobres, o si le garantizan a los más ricos, que seguirán siendo los más ricos. Tenemos dos homos mexicanis, el bueno y el malo. El “bondadoso” lo crea el icono de lo mexicano (las campañas, las fiestas patrias, las películas, la historia oficial), y el agreste y taimado, es creado a partir de la lectura que el pueblo resentido hace de sí mismo: ¡Estamos jodidos mexicanos!
Discursos de discursos: diferentes “lecturas históricas” de la mexicanidad
Los mexicanistas de los años cincuenta y sesenta, y específicamente Octavio Paz en su Laberinto de la soledad (1952) y Usigli con Las Máscaras mexicanas (1958), establecían que el principio de “lo mexicano” se remontaba a la conquista de nuestro territorio. El “choque” cultural de españoles e indígenas, traería consigo un extraño sincretismo que provocaría la emergencia de los posteriores iconos mexicanos: la Tonatzin o “diosa Madre” se convertiría en la Virgen de Guadalupe (“su manto cubierto de estrellas, la espera de su hijo Huitzilopochtli, sus manos entrelazadas, sus pies sobre los cuernos de la luna”), la “pirámide” en la “gran edificación” de iglesias y palacios, las danzas y trajes autóctonos, pasarían a tomar tipos extranjeros. En pocas palabras, la Conquista trae una “cultura sincrética”, un “híbrido de dos pueblos”. Pero sobretodo, trae también, un trauma, un complejo de inferioridad del mexicano como nueva raza. Según Paz, esto se debe a que el mexicano es el producto de una “violación”. El “macho ibérico” ultraja a la Madre Patria, y es así que nacen los mexicanos de una llaga, de una “rajada”. Somos producto del daño, del ultraje. Somos Hijos de la Malinche.
Pero lo cierto es que, dejando a un lado el “choque de dos mundos”, la identidad nacional tiene dos puntos históricos culminantes: el primero, en el Movimiento de Independencia de 1810-1821 y el segundo, en la lucha revolucionaria de 1910. El siglo diecinueve corresponderá al interregno de la “no-mexicanidad” o de una “mexicanidad fluctuante”, un periodo difuso en el que no se distingue un homo mexicanis uniforme, sino que hay tantos Méxicos como pensamientos políticos y realidades sociales, algo parecido a lo que pasa a partir de 1950 y aún hasta la fecha, según Enrique Gómez Pedrero (1988): “Nos toca vivir un México donde hay muchos Méxicos”.
La primera identidad, que corresponderá al “primer discurso formativo de la mexicanidad”, será aquella que forma el homo mexicanis posterior al movimiento de Independencia de México de 1810-1821, altamente influenciado por el criollismo, por el progresismo latinoamericano, por la visión idílica del indígena de nobles sentimientos (indigenismo[9]) y por la esperanza de una nueva “identidad” capaz de “hermanar” al mestizo con el burgués criollo, y a éstos con el indígena. Tras la discriminación del indígena por parte de los mestizos, el auge del discurso conservador que pretendía la protección de los privilegios de las altas clases, el abuso del poder de una naciente clase política mexicana, y los conflictos ideológicos entre el discurso liberal (libertades fundamentales, diversidad de cultos y separación Iglesia-Estado) y el monarquista (México como imperio consagrado a la religión católica), se diluye esta primera mexicanidad. Se muestra como una falacia, como una “gran mentira”. Los indígenas desencantados, le exigen justicia al Imperio, los monarquistas, blancos y europeos, comienzan a culpar a las castas del atraso nacional, y los mestizos y criollos, conducidos por Guerrero, Bravo y Victoria, serán los que terminarán usando la bandera de “unidad nacional” que con anterioridad empuñaría Iturbide, para establecer una república en México. El “mexicano”, discursivamente hablando: respetaba su Independencia, mantenía el proyecto de “unidad nacional”
El Siglo XIX, de hecho, constituye una etapa oscura para la concepción del yo mexicano, pues no hay una “identidad” como tal capaz de remitir a una visión folklórica. El mexicano es un luchador pro o anti liberal. No hay más opción. El discurso oficial del gobierno se preocupa más por ganar adeptos para el régimen del progreso juarista y para la lucha por las Leyes de Reforma, que por formar un nuevo homo mexicanis, propio del México decimonónico, que tiene más hambre que interés por la política. Para los conservadores, resulta una vergüenza la imagen del yo mexicano-indígena, ya que la moda y la literatura deben remitir a la tradición francesa de la sombrilla a media tarde, a los vestidos hampones de amplias enaguas, y a los jackets ingleses. No existe, a decir verdad, un mexicano de bronce como el independentista, por el contrario, los conservadores ven con admiración el perfil griego y blanca tez de los monarcas protagonistas del Segundo Imperio. Podríamos aquí afirmar, abriendo un paréntesis, que ya desde entonces se observan claros rasgos del complejo de inferioridad mexicano tradicional, establecido desde Paz: el nativo mexicano ve con admiración al visitante europeo, que se muestra engalanado por la belleza física (que, como dijera Umberto Eco, proviene de la concepción de los dioses griegos de perfectas facciones y cuerpos) y cultural (al provenir de las naciones que engendraron a Mozart y a Botticelli, y no a los chichimecas de “prácticas caníbales”). Ese desdén de los conservadores a lo que llamarían un pasado Pseudo-barbárico indígena, caracteriza el discurso de la clase alta mexicana del diecinueve. Para sorpresa nuestra, el discurso de las clases populares y del intelectualismo liberal, no dignifica la imagen indígena, sino que constituye un segundo malinchismo, no pro-europeo, sino esta vez, pro-estadounidense.
Juárez no es un indigenista. La vestimenta y pensamiento de Benito Juárez resulta ser una paráfrasis del pensamiento de Abraham Lincoln y de las luchas liberales estadounidenses, del protestantismo de los teólogos norteamericanos (Diego Thompson, quien hiciera llegar su versión de la Biblia a las costas veracruzanas) y de la masonería yorkina. Por mucho que en su correspondencia Juárez alabara su “nación zapoteca y oaxaqueña”, como él la llamaba, en la práctica política y social se congraciaba más con la apertura comercial (ideas del mercantilismo de Adam Smith) de México a los azucareros de Nueva Orleáns que con la defensa indigenista. La separación del yo mexicano-indígena y el yo mexicano-urbano conservador/liberal reflejan la carencia de una identidad nacional uniforme capaz de abrazar a todas las clases sociales. La injerencia del positivismo francés o las ideas utilitaristas de Bentham y Mill, erosionan la teorización de una política o economía netamente mexicanas. Existe una continua “piratería de pensamiento”, como señala Antonio Caso (1926) en su Unidad e imitación:
Una de las leyes fundamentales de la actividad social es la imitación. No sólo de la vida social, sino de la vida psicológica. Se imita mucho más de lo que se inventa. El más grande de los ingenios que ha visto la humanidad, debe más a sus precursores que a su propio ingenio.[10]
El “rescate del arquetipo mexicano”, una especie de “reivindicación de la mexicanidad rural e indigenista”, llega con la lucha de Revolución de 1910. Durante el Porfiriato (1876-1910), México es el sinónimo directo de un proceso de urbanización, vanguardia arquitectónica y auge diplomático, en las ideas sostenidas por el discurso institucional, sin embargo, existe un segundo México marcado por la miseria, formado por la clase obrera, campesina e indígena. Es en este contexto en donde se articula el discurso institucional que verá nacer posteriormente, los ensayos de Ramos, Usigli, Paz, Guerrero, Vasconcelos, Artaud y Uranga. La creación de una Historia Oficial a partir del “México a través de los siglos” de Riva Palacio y Díaz, pero con énfasis “partidista” durante el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928), que verá su escritura formal posteriormente durante los años treinta, pretende rescatar la imagen del caudillo revolucionario como imagen acústica de la palabra mexicano. Se crea el arquetipo del “charro mexicano” y de la “Adelita” (la mujer subyugada que no por eso vive en la infelicidad, sino que es valiente y caprichosa), conformando así, el arquetipo clásico de la mexicanidad.
Los años treinta ven surgir movimientos intelectuales caracterizados por la decepción de la etapa revolucionaria. Esta generación de pensadores habían sido parte de la gestación intelectual de la lucha de prensa revolucionara anti-porfirista que atacaba el positivismo en la educación que tanto ensalzaba Gabino Barreda. Impulsores del racionalismo educativo como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Antonio y Antonio Caso (la generación de “El Ateneo de la Juventud”), que en un constante esfuerzo por la propagación del libre pensamiento y de la defensa de las ideas de los desaparecidos Flores Magón, se dan a la tarea de publicar los Cuadernos Americanos, set de gacetas con ensayos reflexivos y de divulgación científica. Samuel Ramos es perfecto ejemplo de este movimiento. Caracterizando la desilusión de un caudillismo revolucionario que en medio de los treinta resulta una imagen pálida e inexistente, pero lleno por otra parte, de la ilusión de cambiar a México por medio de la educación, sacándolo de su complejo de inferioridad.
Los años cuarenta y cincuenta (específicamente el sexenio de Miguel Alemán Valdés, 1946-1952) representan la entrada del liberalismo (aunque de forma muy somera, escueta, pues el modelo económico no dejó de ser proteccionista) a la política económica estatal mexicana. Nace la clase media, los cines, los centros urbanos, llegan las modas de los Estados Unidos y los grandes edificios. Se establecen sistemas de concesiones, empresas extranjeras (Whirlpool, General Electric, Chevrolet) a través de franquicias nacionales. Se funda, también, el máximo centro de estudios del país: la Universidad Nacional Autónoma de México. Con esto, se gesta una nueva clase intelectual mexicana. Abundan nuevas vanguardias en la literatura (la denominada “Onda”, el surrealismo, la novela polifónica) y se colocan en el apogeo autores como Rosario Castellanos, Juan Rulfo, Emilio Carballido y Juan José Arreola; por otra parte, existen escritores que, al viajar por el mundo, amplían sus horizontes culturales, forjando una nueva visión del mexicano. Surge el grupo de “Los Contemporáneos” (Cuesta, Torres Bodet, Montellano, Villaurrutia, Gorostiza); poetas cooptados por el PRI-Sistema para el “buen funcionamiento ideológico” de las instituciones de Estado. Son ellos precisamente los que crean el “Sistema Educativo Nacional”, de profundos valores “mexicanistas” o “nacionalistas”: los honores a la Bandera, la entonación del Himno Nacional, los Libros de Texto Gratuitos y su Comisión correspondiente, las típicas “monografías” con héroes entrañables que, en defensa de la Patria, ofrendaron su vida a cambio de un México de libertad y progreso. Surgen en este periodo los Museos como centros prelados de la iconografía nacional. Ahí, se expondrán los “textos” de libertad mexicana: el Acta de Independencia Nacional, la Constitución, la Bandera Trigarante. Los primeros medios de comunicación masiva, también harán lo suyo. A partir de los cuarenta, el llamado Cine de Oro Nacional construirá el icono del “macho mexicano”: bragado, impetuoso, valeroso y honorable. Pedro Infante, Jorge Negrete y la creación y promoción del “ranchero” como género temático y musical, consolidarán esta idea de “mexicanidad clásica”. Del charro como un “clásico mexicano”.
A mediados de los cincuenta, hay una transición interesante en lo que respecta al cine nacional. El proyecto agrarista de Lázaro Cárdenas (1934-1940) había quedado en el pasado y por el contrario, se consolidaba a través del “ávila-camachismo”, una nueva política urbanizadora. La expansión de la ciudad, sin embargo, trajo consigo cinturones citadinos de miseria. Las botas, el sombrero y el caballo pasaron de ser construcciones “arquetípicas” a discursos “tradicionales”. Se extinguieron y convirtieron en una nueva estampa de añoranza. Por el contrario, había que construir y consolidar la imagen de un nuevo homo mexicanis urbano. El problema fue que, en su inmovibilidad, el discurso de identidad no podía propagar los valores del capitalismo ni el progreso de la modernidad. ¡Eso iría terminantemente en contra de la lucha revolucionaria! México debía aferrarse a sus “valores formativos”: la inferioridad y el eterno esfuerzo de los necesitados, que se “beatificaban” por el Estado benefactor como “ejemplo de sacrificio”. Claro que, el Estado jamás le dio nada a estas clases elogiadas, por el contrario, las explotó a través de sus corporativos nacionales. De esta época, tenemos en la producción cinematográfica, a la famosa “saga” de “Pepe, el Toro”, que se vislumbra como un hombre justo y responsable. Un mexicano modelo, que a pesar de cargar con los problemas de la urbe a cuestas, sale adelante. Y es que, el progreso les llega a todos y nadie se puede quedar atrás. Pero, ¿cómo progresar si no se suelta la “beatificación” de lo más atrasado? Tizoc por ejemplo, protagonista de una homónima película de Pedro Infante y María Félix (Tizoc: amor indio, 1956), representa esta ambivalencia de progreso y tradición. La urbana y el indígena se enamoran, y ambos son buenos por igual, soñadores por igual, honestos. El problema será que, fuera de la pantalla de cine, este elogio al indígena y a la urbe al mismo tiempo no subsiste. La urbe aplasta al indígena y el urbano, cargado en su conciencia, debe rectificarse rescatando el “legado de sus ancestros”: es guadalupano, borracho, festeja en grande los días feriados y justifica el ser mujeriego, peleonero y soez, bajo el lema de que eso es ancestral. Después de todo, México es una cultura de machos, ¡Sí, señor!
Octavio Paz y Rodolfo Usigli son ejemplos de la apertura artística de México en los años cincuenta. Ambos, al haber estado en los Estados Unidos, cambian su objeto dinámico de la mexicanidad y emprenden un nuevo discurso sobre el “yo mexicano colectivo”. Mientras Ramos y los teóricos de los años treinta magnificaban al mexicano (como es el caso de Vasconcelos) como ser todo poderoso proveniente de una raza cósmica, los años cincuenta contribuyen con un juicio al mexicano por su “ingenuidad”, por su pasividad, su estupor. Para Usigli, el mexicano se ha dejado ultrajar por la conquista extranjera adquiriendo una postura pasiva. Paz justifica un poco más la pasividad del mexicano. No juzga que no haya pretendido luchar ante tal infamia ya que el mexicano es producto de una violación a la madre patria, por un padre que se fue por siempre a España.
Los años sesenta y setenta están subyugados al discurso pacista (es decir, “de Paz”) sobre “lo mexicano”. Ante el boom del Laberinto de la Soledad (1950) como obra editorial y ante su cita permanente en todos los ensayos posteriores sobre mexicanidad, el nuevo discurso institucional de la clase intelectual obedece a las ideas de Paz. Sin embargo, surgen nuevos contra-discursos en materia literaria que se oponen a esta nueva Pseudo-religión de lo que es la mexicanidad (la de Paz), las cuales conforman nuevas contraculturas de la literatura mexicana. Roberto Bolaño, José Agustín, Mario Santiago Papasquiaro y demás jóvenes rocanroleros de las letras desean romper con Paz. Para ellos, el “complejo de inferioridad” es arcaico…la nueva generación de amor y paz deberá mezclar ritos mixtecos, hongos alucinógenos y música estridente, para salir de su propia inferioridad. Comienza el sueño del sesenta y ocho y una juventud que pretende cambiar la forma en que México se ve a sí mismo y cómo lo ven otros países. El problema, es que este cambio de discurso es peligroso, por lo que será severamente reprimido.
Los años ochenta, por su parte, llevan el discurso de la mexicanidad a otros medios comunicativos más allá de la literatura: el cine y la televisión. Si bien no hay discursos ochentenos sobre la definición de la mexicanidad, o si los hay, son por la vía del cómic o de la música (léase La Familia Burrón de Gabriel Vargas o escúchense El Tri o Botellita de Jerez). De estas muestras culturales, así como las que llegaron con el cine, como es el caso de películas como Mecánica Nacional (1979) o México, México Ra, Ra Rá (1983), se comenzó a mostrar una facción urbana del yo mexicano colectivo. El hacinamiento en grandes complejos departamentales, la llegada de la cultura estadounidense por medio de la música o las modas (conviene leer el cuento “Rey Criollo”, 1974, de Parménides García Saldaña), la extrema pobreza y los problemas urbanos diarios del Distrito Federal –tráfico e inseguridad- conforman el nuevo perfil del mexicano del último tercio del Siglo XX, un ente que, sin perder su complejo de inferioridad, debe enfrentar los estragos de la metrópolis. Los años noventa siguen esta tendencia y con la llegada de autores que abordan el problema de la favela urbana como Emiliano Pérez Cruz (leer el cuento “Todos tienen premio, todos”, 1996) se observa por primera vez al mexicano de los tugurios; el hiperrealismo construye la mexicanidad de las cloacas, caracterizada por el argot de las clases populares, la promiscuidad y la condición de desigualdad (que genera, por tanto, un doble complejo de inferioridad, no bastando el que viene implícito con la mexicanidad, agregando la inferioridad social que viene con la marginación generada por la pobreza). El cine contribuye en este punto con De la Calle (1997) o Amores Perros (1999) de González Iñarritú, película que aborda los distintos perfiles del yo mexicano individual mediante tres clases sociales distintas: media, baja y un lumpen conformado por los “pepenadores” de basureros.
El nuevo milenio trae consigo la condición postmexicana. Este término es el que usa Bartra (2006) para definir al mexicano del nuevo milenio, que tras la entrada de México al Tratado de Libre Comercio (TLC) con Canadá y los Estados Unidos en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1994), debe buscar su mexicanidad entre la invasión de la transculturización estadounidense:
(…) la era del TLC nos sumerge en la llamada “globalización” porque la crisis del sistema político ha puesto fin a las formas específicamente “mexicanas” de la legitimación e identidad. Este proceso se comprende mejor si lo equipamos con la caída de la cortina de hierro y el derrumbe del bloque socialista soviético. La “occidentalización” y en el caso mexicano, la “norteamericanización” son un efecto importante incluido desde el exterior pero derivado de una gran quiebra interior de un complejo sistema de investigación y consenso.[11]
No se puede estudiar más al mexicano como producto único de la mexicanidad, sino como el resultante de la supercultura instalada sobre sus raíces mexicanas. Se observan nuevos éxitos como la capacidad de comunicarse con el mundo globalizado y la profesionalización constante de la clase media mexicana, empero, se muestra un mayor rezago y pobreza en la comunidad campesina y marginal del territorio mexicano. Nace entonces un nuevo conflicto, un conflicto entre “mexicanos” y “postmexicanos”, en donde los primeros se aferran al formativo discurso educativo nacionalista, al modelo de Estado benefactor priista y a la religión católica. Los segundos, desean progresar, casarse con el mundo globalizado y de vanguardia, pero para esto, pasan encima de tradiciones, destruyen referentes netamente mexicanos. Prefieren la instauración de lo extranjero, por encima de lo nacional.
Segunda cara de la moneda: los Estados Unidos
El discurso de identidad “americano” o estadounidense, es más fácil de entender que el mexicano. No resulta ser tan matizado ni tan problemático. No parte de traumas, sincretismos. No es “un discurso de discursos”, que se construyó a través de una problemática trasposición de iconos e ideas. Es más bien, un discurso sólido y continuo, que ha cambiado sus formas o imágenes, pero no su médula ideológica. Entramos de esta forma, a una extraña paradoja. El discurso mexicano, el homo mexicanis, se construye a través de supuestas ideas rígidas, constructos inamovibles establecidos “para la posteridad”, como el catolicismo, la unidad nacional, el supuesto respeto a las instituciones políticas…sin embargo, estas ideas no son “infranqueables”, sino que cambian según las acomoden partidos políticos, instituciones morales y educativas o hasta micro-discursos regionales (el pensamiento “norteño”, el “sureste mexicano”, el “chilango” o “capitalino”). El discurso de identidad estadounidense, en cambio, se forma a partir de patrones o cimientos infranqueables y técnicas, procesos sociales o instituciones políticas, cambiantes o modificables. Sin embargo, el “cimiento americano” es aún más inamovible que el poco discurso de la mexicanidad, ¿por qué? Porque se encuentra mejor cimentado, y porque la sociedad civil lo adopta de mejor forma, lo cree, lo abraza, lo hace parte de una ideología personal. El mexicano, a diferencia del estadounidense, no “cree” en la identidad nacional. Sabe que “está ahí”, que “debe ser importante”, pero ha dejado de estamparla en sus manifiestos personales. En plena “postmexicanidad”, difícilmente el mexicano brindaría la vida en pos de su identidad nacional. Estados Unidos, en cambio, vive un proceso más efectivo de “identificación nacional”. Si estalla una nueva guerra, el norteamericano no dudará en dar su vida, si es necesario, porque el nombre de los Estados Unidos y su bandera, se pongan en alto. Tristemente, el fervor nacionalista de este pueblo y su afán por hacer del mundo, un gigantesco mar de barras y estrellas, a veces es manipulado por partidos políticos e instituciones de poder. Muchos han sido los gobernantes estadounidenses que, a partir de sus propios intereses y no por el bienestar de su pueblo, han organizado hostilidades o participado en grandes guerras. Las razones: recursos energéticos, posicionamiento cultural, control político o mediático, o simple garantía de la estabilidad “americana” (como fue durante las intervenciones en América Latina, en tiempos de la Guerra Fría).
Pero analicemos, muy llanamente, en qué consiste el homo americanis, el discurso de identidad estadounidense. Desde su gentilicio, el “americano” se plantea abarcarlo todo, expandirse, conquistar. Lo quiere todo. No le basta con suscribirse a una región geográfica norteamericana, sino que desea ser epítome en sí mismo, del continente entero, del “nuevo mundo”. “Americanos. Mejor deberían de denominarse guasintones, por su padre Washington, pero americanos somos todos”, diría Fray Bartolomé de las Casas[12]. Y es que, desde sus más arraigados perfiles de identidad, los “americanos” son expansionistas. Pero, ¿por qué?, ¿de dónde viene ese “ego americano” que tanto contrasta con el “complejo de inferioridad” mexicano?, ¿en qué consiste?
“Alabaré, alabaré, alabaré”…la ética protestante y el espíritu del capitalismo
Si Estados Unidos se erige sobre principios expansionistas, es porque de origen, es un pueblo conformado por un conjunto de europeos que, desde que se embarcaron de Alemania, Dinamarca e Inglaterra hacia las costas orientales de América del Norte, tenían una visión de conquista. Por su naturaleza protestante, específicamente calvinista, los estadounidenses pretendían “conquistar la tierra que Dios les confiriera”. Acorde al calvinismo, el hombre debe someterse a los designios de Dios sin cuestionar (predeterminación divina o predestinación), sin embargo, esta idea de “sometimiento” poco tiene que ver con la ética feudal del catolicismo. No se trata de someterse a la pobreza, al sacrificio o al ascetismo, sino a la “gran Voluntad Divina”: que el hombre sea mayordomo de la creación, que sea capaz de hacer suya la tierra en la que habita. Si Dios, dueño de todas las cosas, otorga la tierra y los recursos para el empoderamiento, ¿por qué cuestionar su Voluntad? Mejor, se trabaja lo suficiente para volverse millonario. Como en la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30), hay que usar el talento que Dios pone en el hombre, para poder hacer crecer la riqueza en la tierra. Este “empoderamiento” a su vez, obedece a un cambio paradigmático notable entre el catolicismo y el protestantismo o evangelismo: para los primeros, la vida sirve para sufrir, la gloria vendrá en el cielo. Para los segundos, la vida no tiene el porqué ser un mar de dolores. Si Cristo fue inmolado, vivió en sacrificio y sufrió, el hombre no necesariamente debe sufrir. Por gracia fuimos salvados, por ende, podemos fabricarnos en vida, y en la tierra, un tránsito de paz y bienestar.
A diferencia de los marineros españoles que llegaron a América Latina, que eran en su mayoría, bribones, cazafortunas, prisioneros de guerra (las Cruzadas) o conquistadores sanguinarios financiados por los imperios, a América del Norte llegaron pueblos enteros con mujeres, niños y hombres de todas profesiones: prelados, artesanos, agricultores o pequeños industriales. No llegaron barcos de hombres armados, sino familias que pensaban establecer “una nueva vida de paz”. Lo curioso resultó ser, que los planes de los conquistadores, tanto de América Latina, como de América del Norte, resultaron opuestos a lo que pensaban originalmente. Los conquistadores españoles pensaban saquear los terrenos americanos y, a base de forcejeos o establecimientos en amasiato, terminaron por formar familias, que hicieron a la larga, generaciones de castas. Los europeos del Norte que llegaron al actual Estados Unidos, se planteaban establecerse pacíficamente, pero para su sorpresa, los territorios ya estaban ocupados por indígenas como los cheepeewa, los cherokee, los navajo o los seri. Las pacíficas familias, protestantes y apacibles, aun habiendo firmado un pacto de respeto mutuo y paz en el barco durante su trayecto (el Mayflower Pact), se ven obligadas a “ensuciarse las manos”. Se extermina a los pueblos nativos. Hay masacres, mucha sangre y la práctica desaparición de las culturas autóctonas. ¿Alguna justificación discursiva? Sí. Una extraña identificación de los peregrinos protestantes con el “pueblo bíblico de Israel”. Las colonias americanas representaron para ellos, la “tierra prometida de Canaán”, que Dios había heredado a los judíos en el Antiguo Testamento, a través de su comunión con los patriarcas, desde Abraham hasta Moisés. “Ellos” (los peregrinos) eran aquellos errantes que cruzaron el Mar Rojo para encontrar la libertad. Y los “otros”, los nativos, eran los “pueblos paganos”, “animalizados”, “condenados al Infierno”, que había que eliminar. En esta gran obra de teatro discursiva, los nativos hicieron el papel de moabitas, jebuseos, amorreos, amonitas, fariseos, y demás pueblos enemigos del “Pueblo de Dios”. En sus reuniones de oración y meditación bíblica, los peregrinos se “aferraron” a la promesa divina del Antiguo Testamento: “aunque encuentre gigantes en la tierra que me has de heredar, no temeré, confiaré en que Tú, Dios, estás conmigo”[13].
Cuando el pueblo peregrino se estableció, vivía dignamente. Tenían recursos naturales, villas armónicas y recursos de navegación y propiedad. Sin embargo, no dejaban de ser una colonia de Inglaterra. Buscaban representación política, hacerse escuchar. Ese es el fundamento que traerá la Independencia de 1776. A diferencia de la independencia mexicana, ésta no será la promesa del “bienestar social” que pretende hermanar a indígenas con criollos, sino más bien, un movimiento de ciudadanos libres y aburguesados, en pos de la autonomía netamente política. Los mexicanos, al terminar su movimiento independiente, no saben qué tipo de gobierno adoptar. Los estadounidenses, en cambio, lo tienen muy claro: una república representativa. Se basan en las ideas francesas de igualdad y fraternidad, y en el “balance de poderes”, pero llevados al extremo. Hacen de la “democracia”, una parte inherente a su discurso de identidad. Por otra parte, mantienen la noción de “Pueblo de Dios”, que así como debe predicar al mundo el evangelio cristiano, debe predicarle sus valores políticos. Con la Biblia, la democracia es su bandera. La Declaración de Independencia significará la base de construcción de identidad: “todos los hombres nacidos en América son iguales”. Se edifica el “we the people”, el “yo americano”; una noción de pertenencia a la Patria del águila calva y el Gran Cañón. En este discurso, cabe mencionar, no entrarán los “foráneos”: los irlandeses que llegarán a las costas neoyorquinas, los chinos que huirán en barcos del conflicto del opio en la “guerra de los bóxers”, ni los negros esclavos, que al ser “pueblo pagano y maldito”, pueden ser comprados y vendidos al libre designio de los americanos libres.
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Es así, que se articulan dos documentos fundamentales de construcción de “identidad americana”: el Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe (1824). El primero, se escritura a partir de la compra de la Luisiana francesa y de la expansión hacia el oeste. Jefferson, en 1803, destaca que es “el destino americano”, el extenderse a sus alrededores, llevando la paz y la libertad a los pueblos. La Doctrina Monroe, por su parte, es un ensayo del diplomático y académico James Monroe, que establece que “América debe ser para los americanos”, que los intentos de reconquista por parte de los europeos deben mitigarse severamente, y que en caso de que cualquier territorio del continente sea amenazado por los extranjeros, los Estados Unidos deben acudir en la defensa de la autodeterminación de esos pueblos. Gracias a estas nociones, las “trece colonias” de extremo oriente de Norteamérica acaparan todo el actual territorio estadounidense, y es así que el gobierno “americano” se introduce en guerras en pos de “la defensa” de Cuba, Puerto Rico y Panamá.
El último estadio de construcción de identidad estadounidense, es el capitalismo. La “identidad capitalista” se construye desde los orígenes de este país, con la ya mencionada ética protestante, pero tiene su máximo auge durante los años cincuenta, cuando el bienestar traído por la posguerra le permite a Estados Unidos edificar sus instituciones económicas: Fort Knox, en específico, como el “gran símbolo” del poder americano, que junto con el Capitolio, es referente universal de bienestar. Se construye el “sueño americano”, un estatus quo de clase media en el que cada ciudadano puede hallar el bienestar familiar, el trabajo bien remunerado y la vida pacífica. La moral se intensifica: la religión protestante debe seguir siendo el eje constructor y de cohesión, y por ende, el estadounidense promedio debe ser bondadoso, caritativo, agradable. La modernidad llega a su máximo esplendor. Se establecen las marcas y las fábricas, se hallan nuevos procesos de tecnificación y ciencia, pero esta vez, no para el progreso del conocimiento, sino para un nuevo progreso utilitario, un progreso familiar. Surge el automóvil y la radio. La música y el cine “construyen” un discurso de american dream: parejas entrañables, estragos de guerra, sueños de bienestar y un elogio de la vida citadina, de la gran urbe como centro de poder.
El rock and roll de los cincuenta y posteriormente, la cultura “beat” (oscura) y “hippie”, deconstruyen el discurso “americano” y lo reconfiguran. La extrema moral del discurso de Nixon, opacada por el Watergate, hace que la sociedad cuestione sus instituciones políticas y morales. La fallida guerra de Vietnam (1969-1975) trae un sueño de paz y la necesidad de un nuevo discurso, más basado en la cooperación que en el “Destino Manifiesto”. Aún así, los revolucionarios del pensamiento son demasiado jóvenes, y en plenos ochenta, las mayorías se aferrarán al tradicionalismo, al liberalismo económico extremo y a la exacerbación de la moral religiosa, con Ronald Reagan. Después, se “institucionalizará” de alguna manera, la revolución “hippie” con lo que se denomina soft power: evitar las guerras, propagar el capitalismo “sano” y aumentar la cooperación. Éste, fue el discurso de Jimmy Carter, de Clinton y ahora, de Barack Obama. La administración Bush (2000-2008), la llamada “lucha contra el terrorismo” y el discurso nacionalista al extremo –incluso chauvinista-, nos muestran que Estados Unidos y su discurso, se dividen en dos, guardando cierta congruencia con sus dos facciones político-ideológicas: los republicanos y los demócratas. Existe un Estados Unidos, el republicano, aún agreste, de extremos valores morales, que pretende “conquistar al mundo” a través de la guerra, que gustoso daría la vida por su país. Hay, en cambio, un segundo sector, el demócrata, más “moderno”, que ha relajado la religiosidad para aceptar el aborto, la madre soltera y la homosexualidad, y que pugna por una nueva revolución, más económica que bélica, en lo que concierne a la dinámica internacional. Si se observa con cuidado, sin embargo, republicanos y demócratas comparten rasgos comunes, inherentes a su “yo americano”: la cultura expansionista, el elogio de la dinámica del capitalismo, el “respeto” por la religión tradicional, el pensamiento nacionalista que potencia a los Estados Unidos, por encima de otros territorios en el mundo.
La Virgencita de Guadalupe VS In God we trust… la iconografía como mero fin o como medio
Cuando se habla de los Estados Unidos, casi de inmediato, los signos interpretativos que arroja la mente aluden a la bandera blanquiazul estrellada con barras rojas, a Mickey Mouse y a los “hot-dog”. Pensamos en los parques de diversiones, en las grandes hectáreas que se dedican al cultivo de la naranja, en el “Tío Sam”, y si nos atrevemos a ser anti-americanistas, pensamos en guerras, en opresión, en el gran hegemón mundial que nos domina. Lo cierto es que, eso lo pensamos “nosotros”, mas no “ellos”. Los estadounidenses no se ven a sí mismos como una cultura de Walt Disney, baseball y rascacielos, sino como un pueblo de paz, prosperidad y bienestar. El mexicano, “afectado” –según los discursos de politólogos de izquierda y académicos de los sesenta- por el coloso estadounidense, tiende a decir que los Estados Unidos no tienen cultura, porque modifican demasiado rápido sus referentes iconográficos. Y sí, México y Estados Unidos son dos extremos. Mientras el primero respeta en demasía sus “iconos” nacionales, haciéndolos “beatos”, casi intocables, los Estados Unidos no mantienen respeto alguno por ninguna iconografía. Ridiculizan sus discursos en los medios de comunicación, se burlan de su religión misma, “banalizan” a sus personajes públicos a través de caricaturas populares. Homero Simpson y The Ramones son más populares que Jesús, considerando que por encima de todo icono, la “libertad de expresión” es una garantía inherente del americano. El mexicano, en cambio, no puede “tocar” a la Virgen de Guadalupe, ni con el pétalo de una rosa. No puede criticar la “manipulación icónica”. No puede atentar contra sus instituciones políticas, morales o religiosas. No puede porque si lo hace, “no es mexicano”. Su mexicanidad depende de su respeto cuasi-religioso a sus iconos. En Estados Unidos no. Los estadounidenses por el contrario, construyen y destruyen iconos a su antojo. Hoy compran una cosa, mañana será otra. Ahora que, el “discurso fundacional” de los Estados Unidos no se mueve…no dejarán de ser expansionistas y nacionalistas.
A manera de conclusión, y por razones de tiempo, dejando fuera muchas cuestiones interesantes, podemos quedarnos con esta premisa: en México, la iconografía es un “fin” para construir una identidad nacional, en los Estados Unidos, un “medio”. En ambos casos, no se consolida una identidad efectiva ni loable. Para el americano, el “otro”, el “no americano”, debe ser exterminado, burlado o discriminado. Aún hay estadounidenses que ven en Texas, la frontera del mundo. El americano está seguro de lo que es, no requiere iconos. El mexicano, en cambio, necesita una “cultura de lo asible”. No ha llegado a comprender que sin iconos, no deja de ser tan mexicano como siempre.
Referencias:
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Weber, Max, referido por Guzmán Leal, Sociología, México, Porrúa, 1962.
[1] La teoría general de los sistemas, establecida por el biólogo Ludwig Von Bertalanffy (1926), establece que una construcción natural -el “todo”-, es capaz de dividirse en nuevas configuraciones –“las partes”-, para facilitar el estudio de sí misma. Los sociólogos Luhmann y Parsons, adecuaron esta visión del “todo” (complejidad) y de las “partes” (sistema), para aproximarse a un estudio de la sociedad, como si ésta fuese una estructura compleja, capaz de dividirse en nuevas sub-estructuras (noción de Weber, Economía y Sociedad, 1921).
[2] Revisar los ensayos de Tannenwald (2005).
[3] Para un estudio riguroso, conviene revisar Positivism in the XXth century (2001).
[4] A cada icono de vestido o “forma” específica del discurso se le denomina “token” en los escritos de Peirce sobre semiótica (Selected writings, 1992-1995). Al no hallar una traducción exacta de token, decidí denominarle tipo, a cada ejemplificación del discurso, que es en sí mismo, una “iconografía”.
[5] La condición postmexicana (2001).
[6] Se puede revisar un trabajo arduo y argumentativo que elaboré al respecto sobre la condición mexicana individual y colectiva: Postmodernismo, mexicanidad y postmexicanidad: un nuevo conflicto, en:
www.cem.itesm.mx/dacs/publicaciones/logos/n62/index2ochman.html , 30/03/2009, 00:35.
[7] Ver las obras: Historia de la sexualidad, Vigilar y castigar: una historia comparada de la prisión y Los anormales.
[8] Lo que Peirce para un análisis de signos denomina “ground”, no es traducible como “contexto”, sino como “contexto específico de lectura”.
[9] A diferencia de en Argentina o en Uruguay, en México no se articuló un discurso del “mal indígena” o del exterminio de las comunidades indígenas. Al Primer Imperio le convenía cooptar a los indígenas, por lo que debía incluirlos en su proyecto de sociedad. Sin embargo, esto se quedó sólo en el discurso. El indígena fue, en la práctica, vejado y discriminado, tanto o más que en otros territorios.
[10] Caso, en Bartra, p. 58.
[11] Bartra, 306.
[12] “Bien se debería llamar guasintones a los pobladores de los Estados Unidos. América es de varios pueblos, es nuestra América”. De las Casas, cit. En Domínguez, 116.
[13] Un cántico tradicional presbiteriano menciona: “Dios no nos ha traído hasta aquí para volver atrás/ No. / Hemos venido a poseer la tierra que Él nos dio/ (…) Aunque gigantes encuentre allá/ Yo jamás he de temer/ Yo voy a poseer, la tierra que Él me dio.”
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