Y vendrán en los postreros días tiempos peligrosos, porque vendrán hombres
amadores de sí mismos, arrogantes, vanagloriosos, desobedientes, soberbios…
2ª Timoteo 3: 1-5.
Robert Greene: el perfecto hacedor de poderosos de la postmodernidad
Tan pronto terminé de leer Las 48 leyes del poder de Robert Greene, un cúmulo de reflexiones para la obtención y manutención del poder, me interesé profundamente por comprobar si el autor del bestseller parecía ser un líder tan imponente como el lector promedio lo imagina al recorrer sus páginas. Busqué a través de la Internet a Greene y, como era de esperarse, encontré un amplio cúmulo de ligas electrónicas relacionadas con dicho personaje y sus principales libros (The art of Seduction, 2006, The 48 laws of War, 2008), de las cuales destacaba una entrevista de dieciséis minutos en la que Greene refería las inspiraciones y pretensiones de su obra maestra[1]. El video de la entrevista me dejó bastante sorprendido. Greene no parecía ser como Bismarck, Gengis Khan, Hitler, Abderramán, Julio César, Quin Hsih Huang, u otros líderes internacionales referidos en su libro, sino un individuo común y corriente; cualquier vecino, compañero de trabajo o profesor de preparatoria podría parecerse a Greene: el cabello un poco largo y desaliñado, una camisa blanca arremangada hasta los codos, barbilla de cuatro días, y un rostro que parece inspirar confianza. En una primera impresión, Greene no parece un poderoso, sino más bien un yuppie arquetípico. En la entrevista se vislumbra relajado, un tanto afable, sonriente, e incluso un poco coqueto con la atractiva entrevistadora. Charla en dieciséis minutos de todo excepto de su libro: refiere su niñez bajo una crianza judía tradicionalista, sus años juveniles bajo el estigma arquetípico del judío-americano, y cómo fue que convenció al editor Joost Elffers de financiar su primer manuscrito. “Éste no es el Robert Greene que yo buscaba, debe ser un vocero del autor, un representante”, me dije durante los primeros minutos de entrevista; sin embargo, poco a poco todo se volvía muy claro: Robert Greene estaba aplicando sus propias leyes. Estaba fingiendo candidez (ley 21), transformando su aparente debilidad en poder (22), aparentando que sus grandes logros no le costaban esfuerzo (30), y armando, de paso, un acto teatral (25).
De no haber culminado la lectura de Las 48 leyes del poder, Greene me hubiese engañado por completo bajo su fachada de calma y confiabilidad. Si el objetivo de la entrevista era la promoción de su libro, a través de esta imagen amistosa lo lograba a la perfección. El autor no requirió de ser un orador impresionante ni un hombre de hierro para que los lectores ganáramos su confianza y le profiriéramos admiración. No tuvo que ser dramático, mover las manos con ahínco, ni buscar el continuo uso de tecnicismos para convencer de ser un experto. Ni siquiera debió referir su libro para autodefinirse como un gurú del liderazgo. Ganó más a través de sus acciones que por sus argumentos (ley 9). Sin hablar de una sola de las leyes, las aplicó todas a la perfección. Al contar su historia de vida y relatar cómo pasó de ser un niño judío de clase media al autor de un boom editorial, se mostró tácitamente como un incansable buscador de oportunidades que supo aprovechar sus obstáculos para aprender. Buscó verse además, confiado de sí mismo, amable, alegre y modesto. Robert Greene sabe lo que hace. En la entrevista, disimuló sus intenciones (ley 3) y se hizo pasar por un amigo del potencial consumidor para poder convertirse en un espía de sus posibles pensamientos (14).
El autor de las 48 máximas del poder ha logrado un éxito mundial porque su texto (las leyes, los ejemplos de las mismas y los pequeños anécdotas que incluyen) es el resultado del profundo análisis de un universo metatextual que pocos lectores disciernen. Greene ha llegado en plena postmodernidad[2] para forjar un nuevo modelo de líder, alejado de los grandes iconos del discurso moderno y, en cambio, más atractivo, seguro, posicionado y, por ende, poderoso. Formula una receta que, como puede hacerse observable en él mismo y en su propia actitud, convierte al líder en una especie de dios Jano: por una parte, parece ser cándido, agradable, buen compañero de trabajo y comprometido con una causa colectiva, pero por otra, es un engañador, un manipulador experto en el uso de las máscaras que extermina a sus enemigos, utiliza convenientemente a sus amigos, y espera alertamente adelantarse a sus superiores.
Los grandes analistas de la época postmoderna que ahora vivimos (la llamada Escuela de Frankfurt: Horkheimer, Habermas, Adorno, Benjamin, Lyotard[3]) han establecido que el post que se coloca como prefijo a “modernidad” responde a que la civilización occidental, después de los años sesenta, requiere de nuevos discursos de identidad alejados de los grandes paradigmas del pensamiento modernizador. El líder moderno como tal, obedecía a una visión paternalista de la sociedad. Era el gran padre de la ciudadanía, si es que se trataba de un político, o el padre de un producto, una institución y un cúmulo de empleados, si es que se trataba de un empresario. En el plano de la política, George Washington y Benito Juárez son epítomes del discurso de liderazgo y poder de la modernidad. Se muestran como hombres-mito que distan considerablemente de lo que fueron en realidad: parecen ser superhombres[4] que no buscaron el poder, sino que se abrazaron a una causa (noble) y lograron obtener el poder como una gloria, en respuesta de sus actos valerosos, a manera de beatificación. Sus palabras estaban cargadas de sabiduría, su apariencia era siempre la correcta, eran inamovibles defensores de sus patrias, y para colmo, según los registros de una Historia iconográfica, padres y esposos ejemplares: figuras moralmente intachables. El Coronel Sanders (fundador de Kentucky Fried Chicken), Henry Ford o Edward Mead Johnson (fundador de Johnson & Johnson) hacían lo propio en el mundo de las empresas transnacionales: emulaban frases célebres, se preocupaban por el bienestar social y apoyaban, ante todo, el progreso y la modernización, mediante el uso de tecnología de punta (al menos, según la Historia oficial de las filosofías empresariales). Eran figuras admirables e inmaculadas cuyo discurso era distintivo de una sociedad que planeaba alcanzar una vida perfecta.
Durante el siglo veinte, el american way of life se vislumbraba como una utopía. Se trataba de un universo ideológico de paz, bienestar económico y altos valores morales y religiosos -demarcados por una tradición judío-cristiana y enfáticamente protestante, al menos en los Estados Unidos- que construía, icónicamente, el sueño de todo trabajador promedio. ¿Qué sucede en la postmodernidad, después de dos guerras mundiales, una sociedad híper-tecnificada y súper-informada, y ante la fehaciente pérdida de los valores de progreso, pacificación y colectividad? La sociedad de Occidente deja de creer en los mitos modernos. Se vuelve altamente individualista y hedonista: una civilización más preocupada por lo que pueda generarle placer o riqueza, que por una utopía –ya muerta- de progreso social[5]. Nietzsche dijo a principios del siglo pasado, Dios ha muerto, el hombre lo ha matado, y hoy podría decirse que los mitos y valores modernos han muerto, porque el hombre los ha matado. La sociedad se ha tornado irónica y traicionera[6]: los votantes no creen en un líder político, sino que se limitan a apoyarlo mientras cumpla sus demandas, dándole la espalda tras haberlo elegido; los trabajadores de una empresa no creen en su discurso de identidad (misión, visión, objetivos), sino que se limitan a laborar en la institución mientras ésta les garantice un buen sueldo y adecuadas condiciones de seguridad social. No existe un compromiso real con los valores modernos, sino más bien, un pacto ficcionario con los mismos: se finge que algo se cree mientras convenga ser creído, y se deja de creer tan pronto surja alguna mitología mejor[7].
El poderoso de la modernidad era un oportunista que fingía ser compasivo y solidario con una causa social. Vivía de una forma arrogante e individualista, pero debía denotar una apariencia congruente con los valores modernos (respeto, fortaleza, lealtad, responsabilidad, solidaridad, esperanza) para mantener su poder. El engaño era fundamental en el camino hacia una posición poderosa. En la postmodernidad, por otra parte, existen dos tipos de poderoso: a) el que vive aferrado a la iconografía moderna del liderazgo, una especie de líder moderno en tiempos postmodernos, que debe fingir ser un celoso guardián del occidental way of life, un incansable luchador por el progreso, el empleo, el bienestar familiar y la moral, pero que en contraparte, embauca a la colectividad bajo un discurso que él mismo no profesa, y b) un nuevo modelo de líder que no le importa que la sociedad lo tilde de egoísta, siempre y cuando le reconozca sus facultades de estratega sagaz, hombre exitoso y planeador maquiavélico e incansable. ¿Cuál es la diferencia entre Abraham Lincoln y Henry Kissinger?, o bien, ¿entre Henry Ford y Donald Trump? Tanto Lincoln como Kissinger eran maestros del engaño y aplastadores implacables de sus enemigos, sin embargo, Lincoln hablaba de “redimir a los perdidos hermanos del Sur” mientras que Kissinger refería “el aplastamiento de los vietnamitas”. Ambos deben adecuar su discurso a las circunstancias y valores sociales de su momento histórico para mantener su poder; no obstante, Lincoln se preocupaba por una fachada de moralidad y Kissinger, no. Si se hace una crítica profunda de El judío internacional y los protocolos de los sabios de Sión, máxima obra de Henry Ford, publicada hasta después de su muerte, el empresario poseía tendencias xenofóbicas y era maquiavélicamente pragmático. Ford dijo:
La base de los protocolos judíos para obtener el poder es la destrucción de todo lo hecho. Los poderosos crean un interregno prolongado y desesperado, durante el cual se debe suprimir todo intento de renovación perniciosa. El cansancio paulatino de la opinión pública, de las esperanzas colectivas, provocará que un día, alguien fuera del caos reinante tienda la mano para obtener el poder que otros desperdiciaron[8].
El Ford que hablaba de “el sueño de que todo americano tuviese un automóvil barato y fuese más feliz” no era más que la fachada de un líder altamente individualista. Ocultaba tras un discurso de bondad y beneficencia, estrategias mordaces del liderazgo empresarial. Donald Trump no necesita de un doble discurso. Como el mexicano Carlos Slim, es abiertamente conocido como un negociador implacable, agudo en la observación de la competencia y astuto en la compra y venta de acciones internacionales. Como buenos nuevos líderes de la postmodernidad, los grandes empresarios contemporáneos (Steve Jobs o Bill Gates son, también, buenos ejemplos) no requieren de ser epítomes de moralidad, sino sólo hombres exitosos. El caso del soft power y de Barack Obama, en cambio, es el del líder que, en plena postmodernidad, desea aferrarse a los valores modernos para no parecer un revolucionario demasiado radical. Obama es un aparente padre ejemplar, un estadounidense modelo y un orador educado y culto, no obstante utilizó el financiamiento privado y mediático de forma implacable para aplastar a su rival electoral, McCain, en los pasados comicios para la presidencia de los Estados Unidos.
El líder postmoderno es exactamente igual al de la modernidad. Ambos engañan y crean discursos en los que no creen para obtener y mantener el poder. Sin embargo, en la postmodernidad, la sociedad ha perdido cierta ingenuidad que la caracterizaba en antaño. Por ende, no obstante se deseé ser un líder descarado como Donald Trump, Henry Kissinger o Margaret Thatcher, o bien, un artista del engaño como Ford, Abraham Lincoln, o el propio Barack Obama, se requiere de ser aún más sagaz, más maquiavélico, más hábil y más oportunista que en el pasado. El poderoso postmoderno vive en un círculo social que juega al mismo engaño que él mismo profesa. La sociedad civil ha dejado de creer ciegamente en el discurso del líder, y se ha creado, en cambio, una nueva ficción: la de fingir que se ama al líder para pasar a apuñalarlo por la espalda. El poderoso, por tanto, no debe conformarse en tiempos postmodernos, con acaparar el poder, ya que las posiciones de poder son más inestables y fugaces que en el pasado. Debe ser más certero e inteligente que los líderes antecesores; debe ser una figura más impresionante que los engañadores del pasado.
Robert Greene percibió que en los tiempos actuales no existía un manual para el liderazgo postmoderno, capaz de advertir abiertamente la doble cara del poder, tal y como debe artificiarse y expresarse en la actualidad, por lo que se dio a la tarea de fabricar una especie de método para los nuevos poderosos:
En el mundo en el que vivimos en la actualidad, resulta peligroso demostrar demasiadas ansias de poder o actuar deliberadamente para obtenerlo. Debemos mostrarnos decentes y equitativos. De modo que tenemos que ser muy sutiles, agradables y simpáticos, y al mismo tiempo, arteros, democráticos, pero engañosos. Este juego de constante duplicidad, debe parecerse bastante a las dinámicas de poder de las antiguas cortes[9].
Sus leyes reflejan el pensamiento del nuevo líder de la postmodernidad. No tienden lazo alguno con ningún rasgo moral, religioso, partidista o ideológico alguno que no sea la obtención del poder por el poder mismo, y el compromiso que cada individuo tiene con su propio yo. Puede ser tildado de oportunista, utilitario, inmoral y egoísta, pero si bien Las 48 leyes del poder es atacable por estos flancos, no puede presumirse que el libro no funcione, o no cumpla sus objetivos. Resulta ser un manual altamente efectivo que se distingue por su practicidad. No pretende ser una cátedra de compasión, sino un descarado camino hacia el éxito. Antes de ser un predicador, un ideólogo, un estratega o un académico, Greene es un pragmático, como lo establece Agustín Perromath (2009):
Greene se distingue por su franqueza, inescrupolosidad y crudeza. En El Arte de la Seducción (sic) maneja tácticas que distan de la moral, exaltando el sexo irresponsable y un cortejo momentáneo. No puede, sin embargo, decirse que Greene no sea uno de los más grandes analistas de los tiempos actuales y que su táctica no ofrezca un esbozo perfecto de la pragmática de nuestros tiempos. Como Greene construye la realidad, con la crudeza que supone, es como la realidad realmente se construye[10].
Greene expone leyes contundentes que son altamente funcionales para conducir al poder, aunque sus leyes exigen de valentía para ser aplicado. El líder greeniano -por asignarle un denominativo a este nuevo poderoso de la postmodernidad- debe despojarse de todos sus escrúpulos. No obstante finja moralidad, como Obama, o sea descarado, como Kissinger, debe quitarse las investiduras discursivas de la moral, la religión o la familia tradicional –el buen padre, el buen hijo, el buen esposo, el ejemplo de otros- para adquirir una nueva vestimenta, hecha a la medida del egoísmo postmoderno. El autor de las 48 leyes sabe qué momento histórico y discursivo vivimos, y es por ende, que conoce que tanto en el pasado como en el presente, el líder maquiavélico, sagaz y oportunista, es aquél que logra obtener y acaparar el poder. La diferencia entre el líder pasado y el presente es, en todo caso, que el actual no será tan mal visto por su oportunismo como el de antaño, en algunos círculos como el universo corporativo. Mientras Han-Fei-Tsei, Tsun-tsú y Maquiavelo fueron en su momento designados anti-profetas de la ética y padres del utilitarismo amoral en círculos conservadores, Greene es un gurú del management global invitado a programas de televisión y multicitado. La sociedad occidental ha llegado al punto discursivo de madurez suficiente como para que el libro de Robert Greene sea un bestseller, y como para que sus tácticas sean fácilmente aplicables. El compromiso con la sociedad o con el progreso ya no debe parecer un conflicto: el poderoso sabe que no debe comprometerse con nadie (ley 20), que debe hacer que los otros dependan de él (11), y garantizar seguidores incondicionales (27 b). Debe conocer a la perfección los grandes hitos de los discursos modernos, pero sólo para utilizarlos a su favor en la manipulación de personas que, hundidas todavía en la moral, la religión y los sueños de la cultura occidental, puedan comprar utopías inexistentes, fabricadas manipuladoramente por los poderosos. Es por tanto que el líder postmoderno juega con la necesidad de la gente de tener fe en algo (27a) y con las fantasías de los demás (32); es decir, trabaja con el corazón y mente de los otros (44).
El libro de Greene funciona por razones casi darwinianas. En una misma especie, los organismos más adaptados sobreviven. El líder poderoso de la postmodernidad es aquél que logra adaptarse a tiempos en los que no debe comprometerse con ningún discurso, ni afiliarse a ningún patrón ideológico que no sea el pragmático. Sólo éste domina a los seres de la modernidad, que aún aferrados a membretes de corte moral, ideológico, nacionalista o religioso, tienen más qué perder en seguir las 48 leyes, según sus compromisos personales con discursos del pasado, que un ser plenamente inescrupuloso. Greene expone este argumento, por otra parte, mediante un método de prueba y error. Demuestra que los poderosos del pasado, aún en un ambiente moralino o nacionalista, ganaron su poder a través de la bandera del pragmatismo, por encima del compromiso de bienestar social:
Los atenienses fueron uno de los pueblos más eminentemente pragmáticos de la historia, y (…) eran claros exponentes de su pragmatismo. Si usted es el más débil no gana nada con pelear en vano. Nadie acudirá a la ayuda del más débil, pues al hacerlo se pone en peligro. El débil se encuentra solo y debe rendirse. Si ofrece resistencia, lo único que puede ganar es el título de mártir, y entre tanto, morirá mucha gente que ni siquiera cree en su noble causa[11].
La tentación que expone Greene es grande: ¿conviene ser un mártir del pasado, aferrado a paradigmas de la modernidad tradicionalista, o un nuevo hombre postmoderno, capaz de violar cualquier principio y buscar la alianza idónea, con tal de alcanzar y mantener el poder? Al final, el que opta por sus principios “modernos” no es un buen lector de Greene, ya que tiende a escandalizarse y hasta ofenderse cuando el autor expone consejos de reflejar falsa modestia -“mitigue su propio brillo siempre y cuando se vea presa de las flechas de la envidia[12]”-, o utilizar a compañeros de trabajo como chivos expiatorios –“mantenga su apariencia impecable, utilizando a otros como testaferros o pantallas para ocultar, cuando sea necesario, su participación personal en ilícitos o descuidos[13]”-. El lector modelo de Greene es, en cambio, aquel que busca el poder, maquiavélicamente, cueste lo que cueste. Aquél que desea ganar la atención a cualquier precio (Ley 6).
Si algo hay que reconocerle a Greene es que, independientemente de su aparente amoralidad, es un excelente observador de aquellos hombres que en la postmodernidad han logrado el liderazgo, y de sus tácticas. Los más grandes líderes de la actualidad se suscriben a una cúpula institucional demarcada por los membretes organizacionales, estatales o empresariales. Los caudillos, esos luchadores que siendo sólo individuos se convertían en objetos de culto, son en la postmodernidad, cada vez menos usuales. Las masas tienden a desconfiar, debido a los errores del pasado. Hitler, Mussolini y todos aquellos revolucionarios que se convirtieron en cruentos dictadores –Idi Amin y Mobutu en África, o Perón y Castro en América Latina- fueron en un inicio, líderes carismáticos. La sociedad ha dejado de creer en líderes de estampa, en mesías que pronuncian discursos interminables, besan a los niños en las fotografías, y se deben por y para el pueblo. Aún casos contados como el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, muestran una sociedad civil dual que, aparentemente ama al líder, le aplaude y viste de rojo en su honor, pero que al votar por su facultad legítima de reelegirse, decidió delimitar el poder del aparente caudillo.
Greene está consciente de que las masas de la postmodernidad son menos crédulas que los votantes o consumidores del pasado. El nuevo líder debe ser más sutil, amigable y manipulador que los grandes de la Historia. Es por tanto, que Robert Greene usa continuos ejemplos de hombres que, ya sea teniendo éxito o fracasando, legan invaluables lecciones sobre liderazgo. En la postmodernidad, no basta con que un líder sepa convencer, hablar en público, argumentar un discurso o defender una causa, sino que debe también ser un maestro del disfraz. Más que un león o lobo, temible y venerable, debe parecer una oveja, parca y aparentemente inofensiva, capaz de convencer, antes de manipular. Los líderes como Stalin o Porfirio Díaz, ataviados con trajes militares y una mirada penetrante distan del líder greeniano, porque una de las bases teóricas de las 48 leyes implica que el poderoso se haga de su posición sin hacer ver a los demás que lo que desea obtener es, precisamente, el poder. Por ende, el nuevo líder no imita a los grandes hombres (41). Empieza por su comunidad, dominando su parcela, sin ánimos de grandilocuencia más allá que objetivos claros, maniobrables y a corto plazo. Debe ser un urbanita calmado, pero alegre, bien vestido, pero poco ostentoso, elocuente, pero sensato, amistoso, pero calculador, y aparentemente compasivo, pero altísimamente egoísta.
El líder postmoderno debe –como lo hace el propio Greene- ser impredecible (ley 17). Bien concentrado en un solo objetivo (23), debe ser audaz al entrar en acción (28) armando espectáculos imponentes (37), pero disimulando lo que realmente desea, diciendo siempre menos de lo necesario (4). La mesura es su máxima aliada, ya que Greene expone que el buen líder no es un sociópata ni un megalómano: planifica sus acciones de principio a fin (29), sabe cuándo detenerse, una vez que ha triunfado (47), menosprecia aquellas cosas que sabe, no podrá obtener (36) y procura no hacerse ver demasiado perfecto (46). Aplasta terminantemente a sus enemigos (15), pero no por medio de una violencia estrepitosa, sino sin manchar su reputación (5), sabiendo aprovechar las oportunidades (35).
Como la postmodernidad en sí, el nuevo líder debe ser irónico y jugar la locución de un doble discurso. No puede devastar las creencias del pasado ni la tradición, por muy aparentemente cruel, pragmático y maquiavélico que parezca. Hasta Carlos Slim, Donald Trump o Margaret Thatcher, no son completamente independientes de un marco moral y discursivo, aferrado a la tradición. Poseen empresas cuya misión, visión y objetivos son tradicionalistas, o bien, se suscriben a un partido político tradicional. El líder actual debe mostrarse innovador, siempre cambiante (48), pero inteligentemente conservador. Debe ser un equilibrio entre lo nuevo, completamente amoral y libertino, innovador y tecnificado, y un pasado lleno de escrúpulos, banderines de lealtad, familia, nacionalismo y progreso. Greene destaca que
(…) en teoría, todos pueden comprender la necesidad del cambio, pero en la realidad, el ser humano es hijo de la costumbre. Demasiada innovación resulta traumática y conducirá a la rebelión. (…) Si se impone un cambio necesario, hágalo parecer una modificación positiva del pasado[14].
¿Un pacto faustino? De Marlowe y Goethe a Robert Greene
Pensando tan fría, calculadora y maquiavélicamente como Greene invita a pensar, el autor escribe Las 48 leyes del poder aplicando, metatextualmente, las 48 leyes en sí. Vende su método como si éste fuese una panacea, un elíxir que, como la espada del Rey Arturo o la piedra filosofal, diera poder tan sólo por obtenerlo. El comentario que Elffers hace del libro en la contratapa, incluso, lo promociona como un producto maravilloso: “Estas son leyes que se aplican en todo tiempo, tanto en el trabajo, en las relaciones, en la calle o mirando el noticiario de la noche; a todo, a todos, para lograr cualquier propósito[15]”. Pero, ¿es cierto que el método realmente funciona, o es sólo una fantasía con la que Greene está jugando, garantizando que seremos sus incondicionales fieles (leyes 27 y 32)? Theodor Adorno comentando un proverbio de San Pablo –cuestionadlo todo y retened siempre lo bueno[16]- destaca que se debe ser adecuadamente dialéctico[17]. Es decir, que todo debe ponerse en tela de juicio, casi en forma cartesiana, dudando hasta de la propia realidad personal. Apliquemos entonces, una dialéctica (antitética) de las 48 leyes del poder. Mostrémonos incrédulos y escépticos sobre el método, que si bien ya hemos destacado como funcional y respetable, no se muestra por tanto, infalible.
Considerando que, al pie de la letra, las 48 leyes conduzcan al poder mediante una vía certera y duradera, esto implicaría que el individuo cualquiera, un lector modelo (alguien que desea obtener el poder), se despojara de todo discurso de la modernidad pasada, implícito en el propio lector por su suscripción a la cultura occidental. Para leer a Greene hay que olvidarse de las nociones básicas, occidentales y aprendidas de lo bueno y lo malo, y en última instancia, de una formación moral y religiosa que teme a la consecuencia que pueda suscitarse tras el mal acto.
Existen dos clases de posibles lectores de Las 48 leyes del poder. Están aquellos que consideran que “un pecado que no se hace ver no es un pecado”; es decir, que piensan que se puede actuar sin moral alguna, siempre y cuando no se haga público el descaro, y que toman el método como una receta, sin un cuestionamiento discursivo de sus preceptos, y hay otros que, en cambio, pueden temer al libro, considerando las 48 leyes como un pacto faustino, como una caja de Pandora: otorgarán a quien las siga poder, estatus, la incondicionalidad de otros y, hasta el bienestar material, pero, ¿a cambio de algún precio?
La leyenda medieval de Fausto ha sido tratada por varios autores. En el Renacimiento, Christopher Marlowe escribió la obra teatral Doctor Faustus (1592) y en la era de los románticos (1832), Goethe inmortalizaría su Fausto. El argumento es sencillo: a cambio de obtener el amor de una doncella, Margarita, y de todos los reinos de la Tierra, el doctor y antroposofista Fausto hace un pacto con el demonio, Mefistófeles, que le exigirá su alma después de la muerte, volviéndolo esclavo. La lectura de las 48 leyes de Robert Greene puede verse como un pacto faustino: seguirlas brindará poder, pero en última instancia, esto traerá para el poderoso, consecuencias terribles, debido a que el camino trazado por Greene se aleja de todo paradigma moral. Si aprendimos que el mal se castiga, y que el abuso a los otros trae, casi por metafísica, terribles consecuencias, ¿está Greene exento de que su método sea castigado? Es por tanto, que la lectura de las 48 leyes, y aún más su aplicación, requiere de valentía. La lectura y aplicación no es lo más complejo, sino el deshacerse de los escrúpulos personales que, en el universo de Greene, pueden fungir como prejuicios apaciguadores.
Ante los ojos de la moral tradicional, el autor promueve el individualismo –cuando pida ayuda, no apele a la compasión o a la gratitud de la gente, sino a su egoísmo (ley 13)-, la venganza –aplaste por completo a su enemigo (15)-, el engaño –haga que los otros dependan de usted (11), disimule sus intenciones (4) y hasta la exclusión –peligro de contagio: evite a los perdedores y a los desdichados (10)-. Recurre a un escenario completamente inescrupuloso. ¿Qué puede suceder con un lector que crea en la justicia divina, en el pecado y en la redención, a partir de un paradigma cristiano, o bien que crea en el karma, desde una visión budista-tántrica o hindú? Le será imposible lograr que otros trabajen para él (7) teniendo como máxima el amor al prójimo, o revolver las aguas para asegurar una buena pesca (crear tensiones) (39) dado que, según la doctrina bíblica tradicional, Dios aborrece a los oportunistas.
Dicen las Sagradas Escrituras:
Seis cosas aborrece Jehová, y aún siete, abomina su alma. Los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos derramadoras de sangre inocente, el corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies presurosos para correr al mal, el testigo falso que habla mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos[18].
¿Puede un creyente tradicional, o un casado con la moral, seguir el “método Greene”? Le resultará demasiado complicado, ya que las 48 leyes de Greene representan un duro golpe a la moral occidental, que en gran medida, está basada en la tradición religiosa del cristianismo. Promueve el engaño y se opone a la honestidad como virtud, predica la manipulación antes del valor del respeto, y establece, casi en tónica aristotélica, que existen personas más inteligentes que otras (los cándidos y los astutos[19]) oponiéndose así, al paradigma de la igualdad de todos los seres humanos sobre el que se fundamentan los derechos humanos de de Occidente. ¿Promueve Las 48 leyes del poder volverse un truhán? No, porque sus estrategias son más defensivas (aplaste completamente a su enemigo) o preventivas (cuide su reputación, procure no ser perfecto) que ofensivas. Una cosa, empero, es innegable: el libro antepone el pragmatismo a cualquier ideología, procurando una independencia absoluta de las causas partidistas, del nacionalismo, de la moral occidental, de la religión y de la ética. Lo malo no es tan malo si provoca un bien personal, y lo bueno, si le quita bienes (o poder) al individuo, pasa ipso facto, a ser malo. El líder greeniano de esta manera, como ser humano, tiene como manifiesto único, el no dejar que otro esté por encima que él, salvo que pragmáticamente, le convenga someterse a otro para adquirir, a largo plazo, una posición al nivel, o a mejor nivel que el otro –utilice la práctica de la capitulación: transforme la debilidad en poder (ley 22), sepa con quién está tratando, cuide no ofender a la persona equivocada (19) y nunca le haga sombra a su amo (1)-. El poderoso, según Greene, no tiene por qué comprometerse con nada ni con nadie (20):
Sólo los tontos se apresuran siempre a tomar partido. No se comprometa con ninguna posición o causa, salvo con la suya propia. El hecho de mantener su independencia lo convierte en el amo de los demás. Obtenga beneficios oponiendo a las personas entre sí[20].
De los paradigmas morales a la “neomoral” de Robert Greene
Robert Greene se vuelve polémico, interesante y seductor porque, como lo dictamina en sus propias leyes, crea escándalo; busca llamar la atención a cualquier precio (ley 6). Como un relativista de la postmodernidad, golpea los paradigmas morales de la modernidad al aconsejar que el poderoso disimule (3) o diga siempre todo, menos lo necesario (4), pero al ubicarse en un tiempo histórico en el que los discursos modernos en lo religioso y moral no se han disipado por completo, su libro queda a nivel de propuesta, y no podría convertirse en un nuevo paradigma de liderazgo, al menos mientras se encuentren en boga otros autores como Bennis y Covey, que promueven más el trabajo en equipo, la creación de redes efectivas de trabajo, la empatía y la honestidad[21], que el pragmatismo. Las 48 leyes de Greene, sin embargo, resultan un camino hacia el poder mucho más efectivo y certero, ya que junto con las máximas existen 96 ejemplos de cómo los preceptos de Greene funcionan y permanecen inalterables a través de la Historia.
Si Greene merece un reconocimiento, es el de cimbrar las ideas tradicionales de la superestructura occidental; una sociedad ilusa de sometidos que piensan que los líderes piensan en ella, y se preocupa por ella. Foucault establece que el bien o el mal, la moral o la inmoralidad, la insanidad y la locura, o la normalidad, son discursos, es decir, conjuntos de ideas articulados por creaciones lingüísticas y simbólicas, que se legitiman mediante la repetición y el apoyo de los más poderosos[22]. En un mundo dominado por paradigmas discursivos de la modernidad –religión y moral-, el acierto más grande de Greene es servir como un anti-discurso de lo establecido. Decir, logre que los demás trabajen por usted (ley 7), haga que los demás dependan de usted (11), o bien, mantenga sus manos limpias (26), construye un discurso que se opone al pensamiento hegemónico de la cultura occidental. La moral puede estigmatizar a Greene de amoral, mientras que éste pretende enunciar que el discurso hegemónico es hipócrita: los poderosos, desde los faraones hasta los actuales presidentes y empresarios, pasando por figuras icónicas como Napoleón o Julio César, fueron engañadores; utilizaron el discurso hegemónico, moral, nacionalista y esperanzador, mientras que lo hacían por fines individualistas, ocultando un verdadero discurso de manipulación y artificio. Greene puede ser considerado un terrorista de la moral, pero en cambio, también una especie de héroe, ya que corre con el peligro de desentrañar el doble discurso de los poderosos de la sociedad. ¿No es acaso la moral, o la propia religión cristiana, contra las que Greene atenta, una fabricación del poder para planificar las acciones de los poderosos (ley 29) y jugar con las fantasías del colectivo (32)? El libro de Greene puede generar una doble lectura: como un documento desprovisto de moral –amoral-, o como una fabricación neomoral que pugna por la honestidad (por increíble que parezca), porque promueve el desenmascaramiento de la doble moral en la sociedad, del engaño y de la manipulación. Greene no enuncia nada que antes no dijera Maquiavelo, Tsun-tsú o hasta la propia Biblia, ya que aún en el Antiguo Testamento, Jehová confiere a su pueblo (Israel) la eliminación terminante de sus enemigos, la posesión de los recursos naturales de la región cananea, y el empoderamiento sobre los paganos. ¿Es entonces Las 48 leyes del poder, de Robert Greene, un pacto faustino, que pueda desencadenar la ira de Dios y la condenación del poderoso maquiavélico, o una nueva propuesta discursiva, que va en contra de los ideales modernos? La última decisión dependerá del lector. Mientras que el que se aproxime al libro con ojos discursivos de modernidad condenará al libro de soberbio, peligroso y hasta amoral, el hombre de la postmodernidad, en el afán de desligarse de cualquier paradigma del pasado, lo recibirá como un manual de superación personal idóneo para los tiempos actuales.
El poder, según Robert Greene: un poder multidisciplinario
El poder es una caja negra; un elixir desconocido. Para algunos, el poder implica una esfera netamente económica. El poderoso es el que posee mucho dinero y bienes materiales, no obstante sea conocido o no. Para otros, en cambio, la fama es sinónimo de poder. Existen ciudadanos “comunes y corrientes” que, tras una proeza o circunstancia extraordinaria, alcanzan la fama, aunque no necesariamente signifique un beneficio económico. Existen quienes relacionan poder con liderazgo. El poderoso es el que dirige, modifica y controla; es el representante de una comunidad, o el que responde por las acciones de un grupo. Para Robert Greene, el poder constituye un concepto más simple, directo y manejable: es la capacidad de hacer que los otros hagan lo que uno desea que haga, no obstante la posición económica, la fama, o el puesto del que pretende obtener el poder.
El éxito de las leyes de Greene radica en que pueden ser utilizadas en distintas esferas de acción: en la familia, en lo laboral, y hasta en las relaciones interpersonales cotidianas. Leyes como busque llamar la atención a cualquier precio (ley 6), no se aísle (18), o concentre sus fuerzas (23) aplican, no sólo para la esfera política o laboral, sino también para los grupos de amigos, las fiestas, el ambiente académico, o incluso, una relación padres-hijos. Greene se convierte en una especie de lectura multiusos. A diferencia de otros escritores del management postmoderno (Sharma, Kiyosaki[23]), Greene no se concentra en el mundo de los negocios o de la competencia política, sino que ofrece reglas para la obtención de un poder multidisciplinario, no obstante la profesión o el ámbito donde se desea obtener y mantener una posición favorecida.
[1] La entrevista referida se titula Power, Seduction and War, an interview with Robert Greene y puede, tanto verse en video como leerse en la página electrónica www.powerseductionandwar.com/.../the_robert_gree.phtml
[2] Según Lyotard (La condición postmoderna, 1981), la postmodernidad, en una breve definición, puede adquirir tres acepciones: un momento histórico, un movimiento estético-cultural, artístico o literario (los artistas postmodernos), o una actitud filosófica que se propone superar los paradigmas formativos de la modernidad (ética tradicional, religión, sistemas políticos). Al referirnos a la postmodernidad en este análisis la abordamos exclusivamente como momento histórico y actitud filosófica. Más que considerarla una corriente creada por pensadores específicos, la veremos como un designio espontáneo de los tiempos que exige un cambio de actitudes, valores, papeles sociales, y por tanto, discursos.
[3] Conviene para entender, aunque sea someramente, el fenómeno del fin de la modernidad y los inicios de la era postmoderna, leer Habermas y el fin de la modernidad (1995), que se presenta como un colectivo de ensayos. Asimismo, para entender las ideas de La escuela de Frankfurt, ver La imaginación y la dialéctica: una breve historia de la Escuela de Frankfurt (Jay, Martin, 1991).
[4] Ver Eco, Umberto (El Superhombre de masas: retórica e ideología en la novela popular, 1992).
[5] Ver este argumento en el adecuado análisis sociológico que hace Lipovetsy (La era del híperconsumo, 1991).
[6] Sobre las ironías de la sociedad postmoderna, conviene la lectura del primer capítulo de la filóloga canadiense Linda Hutcheon (The poetics of postmodernity: irony, parody and farses, 2002).
[7] Se define mitología, en un sentido postmoderno, como un conjunto de ideas que se entienden y se difunden como ficciones o fantasías, pero que de alguna forma, aún así, son consumidas por una mayoría. Ver Barthes, Roland (Mitologías, 1974).
[8] Ford, El judío internacional, 1922, p. 71.
[9] Greene, Las 48 leyes del poder, 2006, p. 19.
[10] Guerra y poder: una opinión sobre Robert Greene, 2009, p. 3
[11] Greene, 2006, p. 219.
[12] Ibíd., p. 245.
[13] Ibíd., p. 258.
[14] Ibíd., p. 478.
[15] Ibíd. (contraportada).
[16] 1ª Corintios 17:3
[17] Ver sobre este tema los brillantes libros que escribieron en coautoría Horkheimer y Adorno (Dialéctica de la Ilustración, 1959, Dialéctica de la negación, 1964). Asimismo, recomiendo ampliamente una visión dialéctica de la religión católica y el poder: Jürgen Habermas y el Papa Joseph Ratzinger en debate (Dialéctica de la secularización, 2008).
[18] Proverbios 6:16-19.
[19] Greene, 2006, pp. 209-216.
[20] Ibíd., p. 196.
[21] Bennis y Covey, La importancia del liderazgo, 2001.
[22] Foucault, El orden del discurso, 1952.
[23] Sharma, Robin, El monje que vendió su Ferrari, 2006, Kiyosaki, Robert, Padre rico, padre pobre, 2002.
Excelente análisis. Felicitaciones!!!
ResponderEliminarMuy completo este articulo, te felicito he sido ilustrado por tu aporte, bien estructurado, algo académico pero sobre todo comprensible, similar a las 48 leye.
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