miércoles, 28 de abril de 2010

Sobre la Clase B y la estética del kitsch


*El ensayo que se transcribe a continuación constituyó la presentación inaugual del evento "Literaturas Clase B" donde cinco escritores queretanos reconocidos (Luis Alberto Arellano, José Manuel Velázquez, Benjamín Moreno, Gerardo Arana Villarreal y Antonio Tamez) expusieron textos alusivos al género cinematográfico de la Clase B.

Etwas verikitschen: textual, se podría traducir del alemán como algo muy naco, sin embargo, no podría entenderse esta frase ni su más manoseado apócope, el kitsch, sin una explicación sucinta del fenómeno estético, social, mediático y hasta estomacal, que contorna este par de vocablos germanos. Yéndonos a lo básico, la primera acepción que recibe el kitsch es desperdicio, y eso, en términos elegantes, porque para los habitantes de Munich, durante las décadas de 1860 y 1870, hablar del kitsch era referirse a la basura, a lo callejero; era hablar de porquerías. Kitsch emulaba el alburearse; el elogio a la grotesquidad. Del verbo kitschen, que significa "barrer la acera" o "amontonar la basura", "hacer kitsch" aludía a comportarse inadecuadamente, a encontrarse fuera de lugar; a trasgreder las reglas o la poética de un espacio: era violar una mística. Kitsch era, por ejemplo, el poner salsa cátsup en la sopa de letras, reventarle la yemita al huevo estrellado, o vestir con camisetas de un destacado club deportivo los asientos de un taxi. Era lo mal visto y desdeñado, burdo y de empobrecida manufactura. Lo moralmente dudoso, lo impuro, la pantomima, o bien, las manías de los nuevos ricos que gracias a un golpe de suerte arañaban la burguesía, y se jactaban de desconocer el Manual de Carreño.

Para algunos, sobre todo los más conservadores, el kitsch era una obra de Satán, que al comer con la boca abierta en la mesa o pedorrearse en medio de la ópera, atentaba contra la pulcritud de la divinidad. Los ángeles del arte sacro que parecen carecer de un sexo y mantener, ante todo, un rostro pujante, no se sabe si anhelante o compungido, eran el deber ser de los círculos burgueses. Embetunada de caireles y maquillaje, desde el siglo dieciocho hasta las portadas de las actuales revistas del jet-set, la burguesía siempre ha querido traer a la tierra la ciudad de Dios, ignorando que el kitsch existe. En el mundo de las sonrisas aperladas, la joyería y los copetes engominados, no existe irrupción alguna de las reglas. Todo es bello, todos son amor, todo “buena onda, güe´”. Lo que la ingenuidad burguesa no sabe, es que en medio de las cloacas se agolpan voces que pretenden romper contra una estética inviolable, casi aristotélica de tan perfecta, que considera como su santa trinidad, lo bello, bueno y verdadero.

En un principio, se podría considerar que el kitsch o lo bizarro eran manifestaciones involuntarias de una sociedad que laboraba, residía y hablaba, lejos de la burguesía nucleida. Los kitsch no sabían que lo eran, e irónicamente, consideraban a sus antónimos, los lavados, como la irrupción en la normativa de su mundo. Con el paso del tiempo, empero, lo espontáneo, que era hacer guarrada y media en suelo santo por ignorancia, pasó de ser un accidente a volverse más bien, un artificio, una táctica estratégica para ponerle al leviatán burgués los cabellos de punta. Surgió de esta forma, como el feminismo o el orgullo gay –o queer, como diría uno que otro “she-male”-, una especie de orgullo kitsch. Puede hablarse, a partir de los años treinta del siglo pasado, de una sonrisa en la cara de todo kitsch al saberse temido por el canon. Se puede esbozar una comunidad de artistas que, ya sea por manifiesto político o el escozor del ocio en los blanquillos, se propusieron romper las reglas de forma deliberada, a través de una propuesta tan arriesgada como divertida.

En el cine, se puede observar cómo el kitsch -lo cargado, fingido e inentendible- comenzó como un fenómeno involuntario, serio en todo caso, para convertirse en una propuesta estética de dimensiones desafiantes. Viajemos al Hollywood de 1934 y pensemos en aquellos cineastas que, golpeado su presupuesto por la crisis estadounidense de 1929, no contaban con la infraestructura de calidad ni los actores de última moda para hacer un filme popular. Estos creadores, sabiendo que debían producir una película con 125 dólares, para generar a lo mucho unos veinte por entrada al cine, se darían a la tarea de elaborar filmes donde la falta de recursos era notoria, pero en los que asimismo, la creatividad era la más suculenta pieza de la obra final. La mujer pantera (Cat people), de Jacques Tourneur, estrenada en 1942, es un perfecto ejemplo de una película basura. Esas escenas de Simone Simon metamorfoseándose en felino, y arañando a Kent Smith en la búsqueda de su sosiego sexual, eran como el barco que innavegable se destruye para volverse leña. Tenían como único objetivo, recaudar 15 dólares más, a lo mucho, de los 130 que se habían invertido en su filmación. Sorpresivamente, Cat people recaudaría 75 por ciento más que ese primer depósito, por lo que aquello que comenzara como una apuesta en pos de la conservación del pan diario, se volvería todo un género cinematográfico, convertido por los fanáticos en una verdadera secta. Val Lewton, productor de Cat people, fue severamente reprimido por los ejecutivos de la RKO Pictures tras su travesura de la mujer gato. Respondería entonces, algo como: “No se preocupen, señores, ese tipo de películas son filmes independientes. A la gente le encantan e invertimos muy poco en ellas. No se parecen en nada a nuestras grandes producciones. No son filmes de alta clase, son artimañas de bajo presupuesto, películas de clase B”. Esta aseveración cambiaría el rumbo de la historia del cine estadounidense: para los años de la post-Segunda Guerra Mundial, la Clase B era todo un género, con sus propios seguidores y detractores, casas productoras (como la American International Pictures), medios de difusión y creadores.

Con efectos especiales acartonados, pésimos actores y tramas inverosímiles, la Clase B había llegado para quedarse, a principios de los años cincuenta. No sólo se volvería el trampolín para que estrellas como John Wayne o la finlandesa Maila Nurmi triunfaran posteriormente en el cine canónico, sino que también, generaría memoriales ecos en la televisión sabatina: los populares Buck Rogers y Flash Gordon en Estados Unidos, o el Dr. Who, en Inglaterra, figurarían como iconos de la cultura popular que, en sus inicios, habían sido protagonistas de fundacionales filmes B. La dimensión desconocida o Mystery Science Theater 3000, fueron otros ejemplos de famosísimos argumentos B llevados a la televisión, famosos por sus precarios artículos futuristas, aparatosos monstruos o imaginativas naves espaciales.

En 1950, llegaría con Ed Wood el colmo de la Clase B: el subgénero Z. Para algunos, la independencia de los argumentos B se había maculado una vez que estos tocaron las costas de la televisión, y por ende, urgía un rescate abaratando aún más las producciones, haciendo una Clase B de la misma Clase B. En esta línea, Plan 9 from outer space es, para todos aquellos que gustamos de la Clase B, un libro sagrado. En los fotogramas de esta película lucen las sombras del equipo de producción y de los micrófonos, se alcanzan a ver las cortinas de los camerinos de los sets, y para colmo, hay evidente errores o bloopers no editados. Esto, sin embargo, era el deleite del filme. Wood logró que, casi por manifiesto, una película de Clase B se considerara hereje a su meca de no mostrar los hilos, cierres y cortes de sus trucos. Cada director de Clase B, para poder considerarse como tal, debía proponerse ser el ilusionista más malo de todos los tiempos. Un kitsch para las reglas del Hollywood de los cincuenta: un cerdo ensangrentado en el castillo escarlata del Mago de Oz, o un grano de frijol en la sonrisa del Humphrey Bogart de Casablanca.

En los años sesenta existe un giro sumamente interesante en la elucubración de los creadores B. En lugar de ser una sociedad secreta, apostaron por consolidar el género dentro de la taxonomía del canon cinematográfico. Filmes independientes de terror como La noche de los muertos vivientes, de 1968, dirigida por George Romero, transgredirían las salas semivacías de cines pornográficos para colocarse en nuevos formatos como los teatros comerciales, o posteriormente, el video. En los últimos años de la Guerra Fría, los seguidores de la Clase B aumentarían, expectantes a nuevas películas sobre devastaciones nucleares, arañas gigantescas, zombis hambrientos o amazonas ninfómanas, de las cuales cabe destacar a Ilsa, una tetánica estrella de porno B estelarizada por Dyanne Thorne. Para 1990, la Clase B había llegado para quedarse, y no era secreto que era un arte voluntario, basado en una estética arbitraria y disruptiva, al menos en Estados Unidos. Menciono que en Estados Unidos porque, para finales de los setenta e inicios de los ochenta, el tercer mundo, como diría Luis Echeverría, ya echaba sus primeras raíces de Clase B, pero de forma involuntaria.

El cine de ficheras en nuestro país, o bien, el cabrito western que inmortalizara a Ana Luisa Pelufo, Valentín Trujillo, Rosa Gloria Chagoyán y su leal Tun-Tún, o a los hermanos Almada, sustitución de importaciones de Chuck Norris o David Hasselhoff, eran ejemplos de una escueta Clase B nacional, que contrario al manifiesto estético del caso estadounidense, aún se producía con seriedad y con el propósito de lanzar producciones grandilocuentes. En Turquía, sucedería algo parecido al caso mexicano. Gracias a la habilidad de los cineastas del gigante anatólico para generar películas a muy bajo costo, los turcos pudieron contar, en época de hermetismo cultural (no podían entrar en Turquía, transmisiones televisivas ni filmes extranjeros, debido a un régimen dictatorial) con películas tan entrañables como E.T.: el extraterrestre, Rocky o El mago de oz, pero a la turca.

En la actualidad, la Clase B sigue siendo un género ampliamente respetado por fanáticos alrededor del mundo, aunque cabe destacar que ante nuevas propuestas, ha palidecido su inicial impacto. ¿Puede exportarse la Clase B como género a otras manifestaciones artísticas, como la plástica o la literatura? Sin duda, es algo que se ha venido intentando. La cultura del camp, el deconstructivismo, la instalación con fines transgresores, o el kultur en fotografía, son acercamientos a un kitsch en el campo de la plástica. ¿Le quedará a la Literatura la oportunidad de ponerse al corriente, de batirse a duelo con las artes gráficas y audiovisuales, e instaurar su propia Clase B?

2 comentarios:

  1. Literatura y otras artes "Clase B"... quizás si exísta algo similar aunque bajo otra denominación; no sé, los "fan-scripts" o incluso aquellos best-seller's y otras obras que carecen de gran fondo,cuya forma es prácticamente la misma, que no pueden ser comparados con obras clásicas y relevantes de grandes autores...

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